En una campaña electoral como las que estamos viviendo, caracterizada por un 41 por ciento de indecisos y un resultado abierto hasta el último minuto, los debates entre candidatos se han convertido en un elemento clave para capar ese voto indeciso. El nuestro no es ya tiempo de mítines y propaganda puerta a puerta. Casi cuarenta años de democracia han entrenado a los españoles en el ejercicio de sus derechos, pero la gente aún tiene serias y razonables dudas sobre a quién votar. Se ha extendido la sensación de que todo el mundo es igual, que la política es hoy una carrera para quienes la ejercen, mucho más que un compromiso para representar a los ciudadanos y gestionar el poder a favor de los intereses de la mayoría. En ese sentido, vivimos cada día más descreídos y convencidos de que lo que los políticos prometen es agua de borrajas.

La promesa de "nueva política" de Ciudadanos y Podemos y sus mensajes de renovación y cambio de estilo han hecho aguas antes incluso de comenzar la campaña: tanto Rivera como Iglesias parecen sobre todo pendientes del juego de posiciones, de venderse bien y de no equivocarse ante su propio electorado. No les preocupa explicar a los ciudadanos que harán con el poder si lo obtienen. A nadie le preocupa eso: las noticias que se publican en los medios y circulan en internet dan mucha más importancia a determinar quién va a ganar y con quién va a gobernar que a lo que quienes gobiernen vayan a hacer.

En esa situación, con el proceso electoral convertido en un teatro público, la radio y la televisión, con sus debates en vivo, en parte espectáculo, en parte presentación de actores que interpretan su repertorio de promesas y compromisos, son hoy el principal elemento para movilizar la apatía del elector y convertirlo en votante. Es por eso que los partidos dan tanta importancia a controlar la coreografía y evitar cualquier sorpresa, incluso hasta el extremo de hacer los debates mucho más planos y aburridos de lo que podrían ser. La inasistencia de Rajoy, un líder con poco atractivo personal, ya descubierto ante su público y con escasa capacidad para sorprender, se ha convertido en un clásico de esta campaña. Otro es el análisis recurrente de los debates como si fueran "sólo" un programa de televisión o radio: cómo iban vestidos los candidatos, cómo estuvieron, si se equivocaron o atrancaron en alguna exposición, si se faltaron el respeto, si hubo algún momento divertido... los electores no juzgan el debate como una herramienta para decidir que programa se vota. Porque los debates no ayudan a decidir sobre los programas o propuestas de los partidos. Ayudan a decidir sobre qué líderes nos gustan más: construyen mediáticamente una relación de (falsa) proximidad con los elementos superficiales que definen al político, su ropa, su imagen, su apasionamiento o frialdad al hablar, su capacidad de enhebrar historias en el discurso, su locuacidad, sus gestos, su mirada...

Todos ellos aspectos que en realidad no son claves para que alguien pueda ser un buen gobernante. Pero eso da igual, porque en las elecciones no se presentan ya proyectos, lo que se hace es vender productos: un tipo aburrido pero confiable, otro simpático y guaperas que seguro cuenta buenos chistes, uno ambicioso y despierto con el que quizá le gustaría casar a su hija y otro con el punto de mala leche suficiente para apretarles las tuercas a los tres anteriores.