Hubo un tiempo, allá por la Belle Époque, en el que las ostras eran, con la langosta, el caviar y el salmón, la encarnación del máximo lujo que, en gastronomía, podía ofrecer el mar. Tenían esa aura de glamour incluso cuando nadie sabía qué era el glamour. Una docena de ostras, champagne, el no va más.

De alguna manera, ese prestigio las sigue acompañando... aunque si el baremo que utilizamos para considerar algo lujoso es su precio, hace tiempo que han dejado de serlo: se han democratizado mucho.

Tanto, que ahora está de moda vender ostras en los mercados para ser consumidas allí mismo o en una barra cercana. No es que, de momento, se hayan abierto ostrerías, pero sí que cada vez hay más puestos de ostras, para alegría de sus muchísimos devotos.

Las ostras forman parte de la dieta humana, al menos de la de los humanos que habitaban las costas, desde tiempo inmemorial, como lo atestiguan los yacimientos de valvas datados en el Paleolítico. Es normal.

La de la ostra es una "caza" pacífica y sencilla: no se defiende, ni siquiera trata de huir. Además es relativamente fácil de comer, y vaya lo de "relativamente" en reconocimiento de que el arte de abrir ostras como es debido y sin llevarse un dedo por delante no es don al alcance de cualquiera.

¿De qué ostras hablamos? Hasta hace nada, la ostra más apreciada era la llamada ostra plana (Ostrea edulis, y edulis quiere decir comestible), a poder ser procedente de aguas atlánticas y europeas, especialmente francesas. Es una ostra carnosa y jugosa, que hoy está un tanto en retroceso. Se cultivan en batea, como los mejillones, pero la verdad es que hoy todas las ostras que se consumen proceden de cultivo.

Hay distintas variedades, de las que seguramente la más apreciada sea la ostra belon, prototipo de la ostra bretona, cuyo calibre se mide en ceros: una belon 00 tiene el tamaño perfecto.

Pero últimamente se han impuesto las ostras cóncavas, o rechonchas, cuyos tipos principales son la Crasostrea gigas, también llamada ''japonesa'', y la Crasostrea angulata o ''portuguesa''. De las gigas suenan mucho las llamadas fines de claires, procedentes de Marennes; digamos que las claires son un tipo de criadero muy específico, con aguas de baja salinidad, pero muy ricas en plancton.

Hoy tomamos ostras con firma: se han impuesto las gillardeau, que toman el nombre del de una familia que lleva mucho tiempo cultivando ostras en las cercanías de Oleron, también en la costa atlántica francesa como las antes citadas.

Junto a ellas, las sorlut, las holandesas oosterschelde, las japonesas kumamoto, más pequeñas y de la especie Crasostrea sikamea... Hay mucho donde elegir, aunque ya decimos que hoy por hoy parecen ser las gillardeau las que dominan el cotarro.

Bien, supongamos que tienen ustedes una buena provisión de ostras y desean darse un homenaje. Lo primero que hay que hacer es abrirlas. Lo más cómodo, claro, que se las abra un experto: hay especialistas que las abren a una velocidad superior a la que son engullidas por los comensales.

Lo suyo es llevar las ostras a la mesa, en su valva correspondiente, en una bandeja tapizada con hielo picado; pueden venir ya separadas de esa valva, o dejar el trabajo al comensal.

La fórmula más habitual consiste en rociarlas con un par de gotas de zumo de limón; hay quienes abominan de esta costumbre, pero hay que reconocer que el ácido cítrico potencia el sabor que le confieren a las ostras las sales yodadas.

En cuanto a la compañía líquida, la asociación de ostras con champagne es casi irresistible: parecen haber nacido las unas para el otro, y viceversa, siempre que sea un champagne brut y, para mi gusto, un blanc de blancs, combinación que tuvo fama de afrodisíaca y, aunque sepamos que no es cierto, la mantiene. Pero, fomentadora o no de la lujuria, es una combinación perfecta.- EFE

cah/agf

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