Si la memoria nos diera la última oportunidad para decidir entre lo correcto y lo inmoral, probablemente un tipo como Aldous Huxley no tendría razón de ser. Sin embargo, en el mundo del olvido que construimos a base de indolencia, hemos sido cómplices de que nos robaran el perdón.

Hemos sido culpables de brindar a los responsables públicos la prebenda de la omisión en la gestión, sin exigir el reconocimiento del error y acatando como templarios de pobreza ética que "algunos al menos no roban". La clase política pierde crédito casi al mismo tiempo que la ciudadanía deja de regenerarse asumiendo los patrones clásicos del mitin, admirando al más simpático del debate y cediendo el voto a los de siempre, porque "para que me joroben unos que no conozco, que me hostiguen los de siempre".

¿Qué ocurriría si todo fuera al revés? En el mundo donde el perdón asume la presidencia de la sociedad, Manuel, Roberto o María serían los candidatos que coparían la cartelera electoral: "Vótalos, confía en ellos por aguantar ya varios años esperando la PCI mientras nosotros justificamos los sobrecostes de las adjudicaciones de obra pública".

Todo sería más justo si la familia García recibiera la carta que tantas veces esperó, aquella en la que le prometen no fotografiarse con sus hijos, con movilidad reducida, hasta no dar prioridad al aumento de las plazas para discapacidad en las Islas y tener un viario adaptado para todos. Tal vez, no vendría mal pedir perdón a los médicos especialistas que se van del Archipiélago por falta de oferta pública, o reconocer que no siempre la culpa es del Estado y la demora en los hospitales del Norte y del Sur "es cosa nuestra". Entretanto, por qué no una disculpa tan grande como la carretera de La Aldea y tan digna como la actitud de los moradores de Las Chumberas, que han aguantado durante años la verdadera esencia de la necedad partidista.

Existen cartas que nunca llegarán, como aquellas donde el perdón es interclasista, dado que no depende de un segmento social determinado: votar la corrupción. Luego, están las epístolas ejemplarizantes, las que llegan dos semanas antes de las elecciones para relatarte que lo importante viene a partir de ahora; son la letra que evidencia que el objetivo de hacernos olvidar lo pasado se ha realizado con éxito.

En la trampa política también hay espacio para los maestros de los escraches subliminales: dícese de la práctica arraigada en algunos municipios que consiste en mercadear votos a cambio de bolsas de la compra y trabajo en la empresa pública. "Aceptas o te tachamos de la lista; confía en nosotros", que dijeron algunos.

Quise votar a la señora que vive con 420 euros y mantiene a hijos y nieto, pero no me dejaron; quise votar al cura de barrio que multiplica la escasez en panes y peces, pero tampoco me dejaron. Me propuse elegir al que nunca se va a presentar y, aunque lo intenté, jamás encontré la papeleta.

@LuisfeblesC