[Un grupo de esforzados amigos suyos dedicó este fin de semana un homenaje a Manuel Vázquez Montalbán, el periodista al que más he admirado en España, junto a Manuel Leguineche. A los dos los distinguía el sentido de pertenencia al periodista. En Hospitalet leí un texto que escribí para un libro mío nuevo sobre Vázquez Montalbán. Es la primera vez que este extracto sale en prensa, y quiero que sea en el periódico en el que me hice periodista].

Me acuerdo nítidamente de algo que no vi: Manuel Vázquez Montalbán corriendo por el aeropuerto de Bangkok, octubre de 2005, buscando la puerta desde la que va a salir el avión que iba a perder, cae al suelo, desplomado, ya no se puede más, y muere; no huía hacia una puerta, huía de la muerte. En acto de servicio, el periodista lleva en su mochila poemas y citas, nunca ha dejado de querer ser lo que está siendo, y muere así, diciendo el número de una puerta, señalando el curso de otra mano que cree suya y ya no es de nadie, es del tiempo y de las antologías, se desvanece, su cuerpo existe, él se fue.

En el suelo, sin orden, están todos sus papeles sueltos, su letra veloz como los instantes en que fue feliz escribiendo, este hombre al que me quiero parecer vive en ese estertor final de la memoria de lo que sucedió hasta ahora: la vida pendía de un encargo. Cuando éste cesaba o se espaciaba, me llamaba a cualquier parte: "¿Sigo existiendo, Juan? ¿Me quieren en tu periódico?"

Aquella voz opaca, diluida en el teléfono: se iba sin despedirse, como los viejos y los tímidos; colgaba el teléfono y dejaba ahí la incertidumbre; luego le llamaba de nuevo, quería quedar con él, viajar a su encuentro, estimular su pertenencia, sentir que su circuito de afectos no se rompía. Nadie me lo pedía, me lo pedía a mi mismo, quería a ese periodista como si fuera un tesoro; hubiera dado mi respiración por haberlo encontrado aquel día feroz en Bangkok para ayudarle a llegar a la puerta de la que ya no salió más.

Él quería pertenecer, ser requerido. Esa es como la llamada del hambre, o de la soledad, la búsqueda del camino que te lleva al centro de la vida, al lugar del que procede tu alegría de llevar a cabo lo que llevas dentro. Dice Pamuk, en un libro de ensayos sobre el novelista ingenuo y el sentimental, que todos los libros deben tener un centro radical, un lugar en el que se concentre tu esfuerzo, la especie de unicornio que le da sentido, incluso estético, a su existencia; y así pasa con la vida, y con el periodismo.

El periodismo es un libro por otros medios, o una persona por otros medios. El centro radical del periodismo es la pertenencia, el asidero, ese es el lugar en el que se concentra como elemento ideológico, como lugar de citas de la información, como el rayo y el pararrayos de la opinión y de la inventiva.

Decía Eugenio Scalfari, en una entrevista que le hice en 2008, cuando este oficio se empezaba a romper por las puntas, que lo que el lector siente hacia los periódicos es sentido de pertenencia: les pertenecemos, pero si nosotros mismos no pertenecemos al periódico, no lo queremos, no sentimos que son parte de nosotros mismos, entonces se diluye la influencia social, cultural, política, de los diarios, hasta su disolución final, por cansancio mutuo, del lector, del periodista, del periódico mismo...

¿Es una cuestión de entusiasmo? No, decía Scalfari, "es una cuestión de pertenencia". Vázquez Montalbán siempre perteneció al periodismo.