El debate entre Mariano Rajoy y Pedro Sánchez fue, como se esperaba, un choque de trenes. Concretamente entre uno de mercancías y uno de cercanías. El candidato presidente con su socarronería gallega y el candidato aspirante con su aridez castellana. Los dos igualmente insoportables en la levedad del ser catódica.

El debate fue seguido por otro insolente debate entre Pablo Iglesias y Albert Rivera, los dos jóvenes aunque sobradamente prepotentes candidatos, que estuvieron comentando el debate de los otros dos. Y se dice, se cuenta, se rumorea en algunos conciliábulos secretos, que en alguna parte de la Internet profunda, el primer debate y el segundo debate que seguía al primer debate fueron seguidos por un tercer debate en el que sólo estaba Alberto Garzón. De esto último, como del alunizaje del Apolo XIII, no se tienen noticias, sólo imágenes.

¿Que cómo fue el debate? Como si importara. A ver, el pescado ya está todo vendido. Y entre los besugos, cerebros perforados, falsos encajes, chupaderas, manos de muerto, cangrejos payasos y camarones pistoleros, la honda sabiduría del pueblo español, nunca suficientemente ponderada, elegirá sin duda a los que mejor imagen tienen. Porque de eso se trata. De la imagen de los líderes que se exhiben como una costosa mercancía de plató en plató, sin discriminar entre un programa de análisis sobre la curva de Lafer o una sobremesa dialéctica sobre la mejor manera de hacer una tortilla de papas con cebolla. Salve, audiencia, los que van a votar te saludan.

Estas elecciones son las del "prime time" político y los líderes han desplegado sus estrategias sobre la base de los impactos televisivos. Rajoy ha transformado su ausencia discutida en presencia indiscutible. Iglesias ha utilizado sabiamente su experiencia actoral en programas de debate. Rivera ha combinado el hecho de retorcerse los nudillos con un discurso apasionado y vibrante. Pedro Sánchez ha sido una perfecta percha para una sonrisa congelada y un discurso robotizado. Y el resto ha sido borrado de la actualidad con la goma del CIS y el veto de las grandes televisiones privadas.

Las verdaderas elecciones, sin embargo, van a ocurrir después de que todos votemos. Cuando los trescientos cincuenta diputados se reúnan en el solemne gallinero de la democracia. Ahí es cuando van a saltar de verdad las plumas por todos lados. Porque esto va, como diría el coronel Aureliano Buendía, de elegir al gallo. Y todo parece indicar que nadie va a tener los votos suficientes. Cuatro grandes bloques que no se soportan y un quinto grupo disperso de una treintena de pequeños partidos y diputados nacionalistas difíciles de sumar entre sí. Una carajera importante.

Durante el puerperio electoral vamos a asistir al callejón sin salida de unas negociaciones imposibles entre los nuevos y los viejos dioses. Las turbulentas relaciones entre el tradicional putiferio y las nuevas vestales de la política española. Habrá cacareos y picotazos. ¿Y si no hay gallo? Pues como dijo Buendía -cuatro años, minuto a minuto, para llegar a ese gran momento- ...a la mierda.