Cuanto más confiábamos en que lo teníamos todo claro y controlado, al menos desde un punto de vista de la Navidad y de las tradiciones y costumbres que de su celebración se desprende, menos seguridad nos proporcionan algunos de nuestros más recientes dirigentes políticos que, imbuidos de un halo de autosuficiencia y superioridad moral -por otra parte muy consustancial con las izquierdas-, intentan imponernos a la inmensa mayoría de los españoles -según la tradición y las estadísticas somos mayoritariamente católicos-, unas normas encorsetadas y disfrazadas de una cierta aureola de liberalidad e igualdad, llamada pomposamente "solsticio de invierno", que lo que en realidad esconde es una rencorosa persecución política e ideológica que pretende acabar con nuestras costumbres y tradiciones más arraigadas.

Y claro está, por aquello de no ir a la contra de la corriente imperante de izquierdas que destila actualmente nuestra sociedad y quedar mal, y resguardados detrás de nuestros archiconocidos complejos de derechas que nos hacen retroceder cada día un poco más ante semejante empuje mediático, que ataca descaradamente a la familia y a cuanto ella significa como núcleo fundamental de toda sociedad libre y democrática, nos arremolinamos en torno a nuestro cómplice silencio y pasamos -arriesgándonos incluso a ser señalados públicamente-, a celebrar la Navidad lo más "discretamente" posible en un entorno estrictamente familiar.

Pero bajo ningún concepto debemos olvidar que el hecho de mantener nuestras tradiciones y nuestros ritos nos da identidad como personas y como familia; debemos, respetando la jerarquía y el principio de autoridad, comer en familia, hablar, escuchar, llorar, discutir, desahogarnos, orar, divertirnos, viajar..., dar sentido al hecho de convivir en grupo, compartiendo los sentimientos más íntimos mirándose a los ojos. Es, pues, vital que todos -adultos, jóvenes e incluso niños-, nos ajustemos a ciertas normas, valores y principios irrenunciables que conforman la tradición (la ley o norma no escrita) que debería ser transmitida de generación en generación dentro del núcleo familiar y comunal.

Y si existe una fiesta familiar por antonomasia que refleje todo ello esa es, sin duda, la Navidad. Una fiesta donde se aúnan las tradiciones y las costumbres -en cada país y en cada familia son diferentes tanto desde un punto de vista estético como gastronómico-, pero es una fiesta que está indisolublemente unida a una idea y a un sentimiento que invita a participar de un mensaje de amor, de cooperación y de entrega, como no sucede en ninguna otra época del año. Es tiempo de enseñar a nuestros hijos la necesidad de compartir lo poco o mucho que se tenga con aquellos que lo necesiten, en definitiva, a ser solidarios; todo ello aderezado de una actitud cariñosa, generosa y alegre.

Ya sé que es una actitud que se debería mantener durante todo el año y no sólo unos cuantos días o semanas al año, pero más vale esto que nada y, de todas formas, por algo hay que comenzar. La Navidad es una época esencial para transmitir, precisamente, esos valores como la solidaridad, la generosidad o la tolerancia que se suelen olvidar el resto del año; pero también es un periodo para enseñar a los más jóvenes de la familia ciertas normas y cultura a través de los rituales navideños (el portal, el árbol, las luces, la comida o la cena con manjares diferentes a los de los demás días, los villancicos, intercambiar regalos, brindar, estar alegres sin olvidarnos de los que están ausentes por diferentes causas), así como poder transmitir, por parte de los más adultos, la importancia que tiene la estabilidad y el sentimiento de seguridad que debe proporcionar a los más pequeños, el hecho de sentirse perteneciente a un grupo tan valioso: la familia.

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