John Lennon decía que la vida es eso que ocurre mientras uno está haciendo otros planes. No sé qué iría planeando el día en que le dispararon frente al edificio Dakota, en el lateral de Central Park, donde vivía. Y donde murió. Espero que haya sido con una sonrisa en los labios porque empezar el día con una sonrisa es lo más divertido que cabe hacer para ir desentonando con el resto de la humanidad. Fue en diciembre. A comienzos de la segunda semana. Es lo único bueno que puede decirse de su horrible crimen; que por lo menos se ahorró las Navidades de ese año.

Ya estamos en esto de la fiesta. Ya están ahí las multicolores luces de la Navidad. Por las noches, mientras dormíamos, los amables y anónimos sicarios de las fiestas pasaron por las calles para ir decorándolas con espantosas volutas y arcos de insuperable horterada luminosa en los que cada año invertimos algunos miles de euros.

Cuando llega la Navidad le gente sonríe más de lo normal. Hay una industria del semitransformado de la alegría. Y es que la sonrisa es terapéutica. Desconcierta mucho al prójimo sobre todo en una tierra como esta, donde la gente siempre está dispuesta a alegrarse del mal ajeno. Si alguien sonríe cuando todo está saliendo mal, suele ser porque ya tiene pensado a quién echarle la culpa, que es el combustible elemental del que se alimentan casi todas las religiones del mundo.

Estas fechas son como un paréntesis de la mala conciencia con la que funcionamos el resto del año. La Navidad es la fiesta previa al sentimiento de culpa. Es la fiesta del nacimiento de un niño que, pese a no vivir en España, acabó sin estudios, sin futuro, en el paro, perseguido por los suyos y finalmente ajusticiado. Y aunque los culpables fueron concretamente algunos, nos la cargamos todos. Incluidos los ateos y agnósticos, que pese a no creer en todo eso nos tenemos que tragar cada año los belenes, las misas y las celebraciones de la cosa, que además compiten con los abetos navideños y ese horroroso abuelo con cara de alcohólico, barba blanca y traje de travesti rojo que la gente cuelga de los balcones para que a los pibes les den pesadillas.

Detesto la Navidad porque la gente se pone como Clavijo; de buen rollo. Solo que él está de buen rollo todo el año, lo que tiene su mérito, y los demás lo hacen como si estas fechas fueran una especie de carnaval de la bondad. Me gustan las personas que mantienen su mal genio de forma permanente. Son desagradables, pero coherentes. Unamuno decía que las ideas fundamentales son las más elementales. Y la idea más simple es que el espíritu navideño es más falso que el beso del tal Judas. Es, en realidad, un becerro de oro colocado sobre el altar del consumo y la reunificación familiar para comer turrón. El ojo del huracán mediático en donde en vez del último atentado, de la penúltima guerra y de la ración cotidiana de miseria, nos echan por la tele rancias películas de gente buena. Ciencia ficción navideña, naturalmente.