De los primeros trabajos que me mandó a hacer Ernesto Salcedo para este periódico hubo uno muy especial: seguir a los rusos que venían en los barcos de la URSS que fondeaban en Santa Cruz. Era la primera vez que veíamos mujeres marineras; eran rusas repintadas y rubias, que reían constantemente mientras visitaban tiendas o paseaban por las calles comerciales. Nos entendíamos en una mezcla imposible de idiomas; ahora no tengo a mano la hemeroteca, así que ignoro el resultado de aquel batiburrillo.

Lo cierto es que ahora me vino a la memoria aquella excursión insólita leyendo un libro que todo periodista debería leer; y lo deberían también los que entonces se reían de los que estimaban que no debería ser gran cosa vivir en la URSS si gente como aquellas rusas se extrañaban de lo nuevo que les parecía todo lo que a nosotros nos parecía viejo. Es la edición en libro de un reportaje extraordinario que hizo Gabriel García Márquez en los años cincuenta, partiendo de la República Democrática Alemana y llegando a Moscú. El libro se titula "De viaje por Europa del Este", ha sido publicado por Random House y da escalofrío.

Entonces (en los años 60, cuando algunos empezamos a tener nociones del mundo) los jóvenes progresistas habíamos sido educados para desconfiar de todo aquello que se decía en contra del comunismo, que era sobre todo soviético. Íbamos a los barcos cubanos, que también recalaban en gran número en Santa Cruz, con la unción de los apasionados, escuchábamos los discursos de Fidel y no nos extrañábamos de que amigos nuestros se supieran de memoria las odas nerudianas al más conocido de los dictadores rusos. Algunos de nosotros no éramos comunistas, pero sí éramos compañeros de viaje, colaborábamos con el único partido que estaba bien organizado, y creíamos, como los compañeros comunistas, que era pura propaganda fascista lo que se decía en contra de las revoluciones de Cuba y del Este, que ya entonces cabalgaban juntas. Sin embargo, la prensa internacional, y no sólo la fascista, estaba llena de advertencias sobre las malas prácticas dictatoriales en los países de donde venía la verdad revelada. Nosotros no hacíamos caso, o porque no nos convenía o porque no teníamos ni idea de cómo pueden ser manipuladas las conciencias ignorantes.

Lo cierto es que ya entonces se publicaban, digo, textos como este de García Márquez, que recorrió durante meses la Europa a la que se refiere su libro y luego dio detalles sobre la miseria (y la miseria moral) que vio en todas partes, menos, por ejemplo, en Checoslovaquia, que gozaba de cierta autonomía con respecto al estalinismo aún imperante, y en Polonia, donde se vivía todavía el efecto del trabajo político de Gomulka, un disidente que tuvo que ser restituido ante la admiración que le profesaban sus ciudadanos.

García Márquez no era un reaccionario ni un revisionista, según la terminología de entonces, pero su texto podría haber sido tachado entonces con todos esos adjetivos. Leído hoy parece una crónica filmada por Berlanga en la España de Franco: la miseria no era tan solo económica o física; la miseria era sobre todo moral, esa decadencia se mantenía porque el régimen totalitario había dictado una forma de ser que causó estragos en el uso libre de las conciencias.

No fue el único que advirtió esa miseria en medio del jolgorio del mundo; en el jolgorio revolucionario de Cuba, por ejemplo, irrumpió con su humor diáfano un escritor formidable, el cronista mexicano Jorge de Ibargüengoitia. Recibió a principios de los 60 el premio Casa de las Américas en La Habana y su larga crónica posterior ("Rebelión en el jardín", publicada ahora por Isla de Redonda, la editorial de Javier Marías) da risa y escalofrío a la vez, pues con las armas de observador (como las de Gabo) traza un perfil de aquel caos que nosotros celebrábamos aquí como el séptimo cielo de la revolución soñada.

Aconsejo ambos libros; aconsejo mirar a nuestra antigua ingenuidad para que, si se ofrece de nuevo la ocasión, estemos avisados de que los nuestros también pueden llegar a perversiones que es mejor atajar a tiempo.