Las bibliotecas son una maravilla inquietante, una fuente constante de conocimiento y de sorpresas. En estas fechas me puse a leer, sobrecogido, las cartas que en los tiempos previos a la barbarie nazi se escribieron los escritores austriacos Josep Roth ("La marcha Radetzky") y Stefan Zweig ("El mundo de ayer").

Y cuando terminé de leer ese libro en el que un hombre, Roth, lucha histérico por conseguir (más) dinero para vivir... y para beber y para escribir, y otro se siente espantado ante la Europa que se empobrece moralmente, me encontré al azar con otro libro que continúa a aquel en su dramatismo. Como el anterior éste lo publicó El Acantilado, que fundó el muy recordado Jaume Vallcorba.

Ese otro libro, "Diario de Praga (1941-1942)", es un relato impresionante, minucioso y sencillo, de esa ignominia que fue el nazismo, el mayor drama europeo del siglo XX. El protagonista es un muchacho que tenía 13 años cuando comenzó Hitler a reclutar judíos a los que asesinar por métodos que ya son parte de la peor historia del mundo.

Ese chico, Peter Ginz, era un escolar aplicadísimo, que ya escribía, era pintor, hacía grabados, era un infatigable lector; poco a poco alrededor suyo empezaron a producirse los síntomas de la persecución implacable de sus amigos, sus conocidos y sus parientes judíos, hasta que finalmente esa hora le tocó también a él.

A los judíos los marcaron con un distintivo amarillo que permitía reconocerlos y perseguirlos a placer, los abofeteaban en las calles, los obligaban a trabajos muy penosos, y finalmente los reclutaban, con sus familias, con niños pequeños, con destinos que pronto se supo que eran los destinos de la muerte, los campos de concentración en los que Hitler y los suyos habían decidido acabar con una raza que dejara de inquietar el poder de los arios...

En ese clima pavoroso de temor y de ruina moral, Peter Ginz siguió escribiendo y dibujando; y usó sus artes extraordinarias para contar minuciosamente todo lo que iba pasando; sus cuadernos se quedaron en la última casa en la que vivió, y desaparecieron al tiempo que él mismo desaparecía en uno de esos traslados macabros que hicieron los nazis. Ginz murió en 1944, en plena guerra, en Auschwitz, asesinado, como se dice en el libro, "por la barbarie nazi".

A mediados de los años 90 un ciudadano checo que compró esa casa última en la que vivió el joven artista asesinado descubrió los cuadernos y los dibujos; la hermana de Petr los rescató finalmente y a partir de entonces fueron editados, puestos en orden, para que quedara memoria de esta mente maravillosa destruida por lo peor que nos pasó en Europa en muchísimo tiempo y que fue el amarguísimo epílogo de nuestra propia y desgraciada contienda civil.

La lectura de los diarios, como la contemplación de los dibujos, así como el relato pormenorizado de las lecturas que ya tenía este adolescente (desde Julio Verne a Dickens y a Robert Musil), nos confrontan con la mente de una personalidad que podía haber hecho, como dice su hermana en el prólogo, cualquier cosa que se hubiera propuesto en la vida. Como no hizo más, desgraciadamente, este libro es un monumento literario suficiente para conmover, asustar y avisar contra las mentes dictatoriales que anidan en todos nosotros y que también nosotros, los españoles, hemos sufrido y acaso seguimos sufriendo.

Como leí el libro estos días (observé luego que lo tenía anotado de otra lectura anterior, pero probablemente fue demasiado fragmentaria esa lectura), me sobrecogió especialmente la entrada del 1 de enero de 1942, cuando ya el drama nazi afectaba a toda su familia y a todo su vecindario, y él luchaba por seguir contando la vida como si el gran incidente pudiera superarse gracias al arte y gracias a la esperanza que éste inspira. Era el día inuagural de un año, como los inmediatamente anteriores, literalmente fatídico. Leer esta entrada cuando en la Europa de hoy sonaba la fanfarria de la fiesta me produjo el natural estremecimiento. ¿Qué esperaba Ginz de ese año tan desesperado?

Escribió así Petr Ginz, entonces de catorce años: "Me hice con corteza de árbol un violín precioso, pero todavía no puedo tocarlo porque ahora sólo tiene dos cuerdas (de goma)". En esa misma entrada escribe: "Por la mañana hice deberes. Por lo demás no pasa nada especial. En realidad pasan muchas cosas, pero no se notan. Lo que resulta ahora totalmente corriente, hubiera sido motivo de escándalo en una época normal. Los judíos, por ejemplo, no pueden comprar fruta, gansos y aves en general, queso, cebolla, ajo y muchas otras cosas. No les dan cartillas de racionamiento de tabaco a los presos, a los locos y a los judíos. No pueden viajar en el vagón delantero de los tranvías, en los autobuses y en los trolebuses; no pueden pasear por la orilla del río, etc., etc".

1 de enero de 1942. En Europa, y no fue en la Edad Media sino en nuestro tiempo.