Cuánta frescura contagian las consideraciones del filósofo español Javier Gomá en torno a lo sublime. Primero, nos presenta un diagnóstico realista: "Vivimos una hora en la que la simple mención de lo sublime suscita en la mayoría un mohín de escepticismo, cuando no una palabra de sarcasmo. El cinismo ambiente ha desterrado del mundo contemporáneo la mera conjetura de lo grandioso, pues así precisamente se define lo sublime: como lo grande, eminente, excelso, de elevación extraordinaria". Pero, enseguida, cuestiona que lo nacido del desencanto no pueda -no deba- ser superado: "Ahora bien, ¿y si la inveracidad de lo sublime a los oídos contemporáneos respondiera a causas accidentales, adventicias?". Y termina concluyendo que "ojalá sea así porque sin ese anhelo de elevación hacia lo óptimo las culturas se empobrecen sin remedio".

Por ello, a comienzos de año vale la pena reflexionar sobre esta cuestión, para entonces combatir la viscosa banalidad que, como el polo opuesto de la sublimidad, campa por la cultura dominante y la arruina, saturándola de fruslerías e imposibilitando, así, de todo gusto elevado.

¿Cómo recuperar la capacidad de percibir y gozar de lo sublime? Para el filósofo francés del siglo XX Gustave Thibon, el sentimiento de lo sublime se asocia a dos elementos fundamentales: nuestra capacidad de superación y nuestra apertura al misterio.

Capacidad de superación significa apuntar a lo excelso en nuestro proyecto de vida personal, pues sin esa actitud magnánima -cuando se apunta bajo- la existencia, fácilmente, se contagia de mediocridad y se termina disparando al suelo. Sin aspirar a lo sublime, ¿de dónde obtener fuerzas para superar los obstáculos, para no acomodarse a lo mediocre ante las decepciones que acompañan toda vida, para superar la rutina en las relaciones interpersonales o para no contagiarse de la vulgaridad y participar en la mejora de la sociedad que habitamos?

Y significa más: descubrir lo sublime que encierran las cosas materiales cuando a través de la realización de un trabajo bien hecho se contagian de lo excelso, o cuando a través del arte se transforman en lenguaje espiritual; procurar la excelencia en el trato con las personas, la perfección ética con su ejemplaridad acompañante; y también -por qué no decirlo- la posibilidad de descubrir ese algo sagrado que reverbera tras esa cierta nostalgia de lo absoluto y ese deseo de pervivencia tan bien reflejados en la literatura de todos los tiempos: "¿Y ha de morir contigo el mundo mago / (...) la blanca sombra del amor primero / (...) Los yunques y crisoles de tu alma / trabajan para el polvo y el viento?", cantaba Antonio Machado.

Apertura al misterio. En este sentido, recuerda Gustave Thibon que quien "no tiene esa predisposición interior profana todo lo que toca, incluidas las cosas más espirituales". O sea, que en una obra de arte solo percibirá su valor económico; de las relaciones humanas, su utilidad; y de la sexualidad, su placer. Con el consiguiente angostamiento de la vida que todo esto produce.

También, Gomá explica que "reina por todas partes la indiferencia ante lo sublime. ¿Por qué? ¿Sólo por el afán de riqueza y placeres?". Y de nuevo se sugiere que una vida presidida por el lucro y el goce hace imposible captar la riqueza de lo sublime. En consecuencia, se hace necesario superar el desencanto y "dejarnos conmover, con entusiasmo crítico y bienhumorado, por todo lo grande, noble y hermoso de este mundo".

En un maravilloso poema, Rilke nos presenta el contraste entre la persona abierta a lo sublime y la que se halla envuelta por lo banal: "Me asustan las palabras de los hombres. / Lo saben decir todo tan claro: / esto se llama perro, y eso, casa (...) / Pero quiero avisaros y oponerme: estaos lejos. / Me gusta cómo cantan las cosas. / Si las tocáis vosotros, quedan quietas y mudas. / Vosotros me matáis todas las cosas".

¡Feliz y sublime año!

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