Lluis Foix fue corresponsal en Londres y después director de "La Vanguardia", el muy importante periódico de Barcelona, uno de los grandes diarios de Europa. Lo conocí en Londres, cuando llegué como corresponsal de "El País", que aún no había salido a la calle.

Fui a presentarme a Lluis, porque en ese momento, junto a Alfonso Barra, de "Abc", y a José Meléndez, el histórico corresponsal de Efe, era algo así como el decano de los enviados especiales a la capital británica. El despacho de Lluis (que entonces, como ocurría con casi todos los nombres catalanes era Luis) era oscuro como los despachos de las películas que siempre se hicieron sobre el periodismo mítico, en Inglaterra y en Estados Unidos, sobre todo.

Él fumaba en pipa, como muchos de los hombres tranquilos, y había adquirido (o lo traía de fábrica: a él no lo conocía de antes) el aire de un caballero sensato y risueño, que concentraba en la mirada cierta coña marinera que al cabo del tiempo me imagino que se parece a la sonrisa de Josep Pla, el legendario periodista (y memorialista) catalán que vivía misteriosas historias en la guerra y en la paz, que nutrieron sus libros altamente recomendables para quienes, en este oficio, quisieran hacerse un estilo. Un estilo, por otra parte, como el del gran Lluis Foix, que ahora ha recibido, por la segunda parte de sus memorias, "Aquella porta giratòria", el premio que con el nombre del autor del "Cuaderno gris", convoca la editorial Destino.

Es una gran noticia que Lluis haya recibido ese premio, porque se lo merece seguramente por su libro, si el libro lo representa, y porque es sin duda uno de los más grandes periodistas tranquilos que ha tenido y tiene este país. Al periodismo español (como a todo el periodismo, quizá) le ha entrado una enorme prisa por ser banal, siendo muy rápido, recogiendo de aquí y de allá conocimientos y opiniones que no ha deglutido, presumiendo de ignorancia y lanzándola como si fuera certeza.

Frente a ese tipo de periodismo, que presume, como los políticos, de todo aquello que aún no sabe decir y lo dice, hay otro periodismo que tiene nombres propios muy ilustres ante cuya sabiduría y conciencia ética me rindo, entre los cuales está Lluis Foix.

Ahora que le dieron el premio y pude congratularme por ello, en público y en privado, lo recordé muy vívidamente contando, en el muy agradable espacio de su apartamento inglés, en una noche inolvidable para mi, la naturaleza muy humilde de su origen, en la campiña catalana. Allí, en medio de privaciones y trabajos que son muy propios del payés, el campesinado, de las honduras de Cataluña, se hicieron su carácter y su oficio, que van juntos.

Ese carácter suyo, inquisitivo y amable, capaz de obtener de los demás informaciones y confesiones que otros obtendrían con fórceps, han marcado sus crónicas, sus reportajes y sus columnas. Ahora que ha recibido el premio le ha dicho a mi compañero Carlos Geli algo que llevo pensando hace mucho tiempo, y que creo que es la terrible realidad del decaimiento de nuestro oficio: el periodismo se ha hecho leve a base de hacerse veloz. Dijo Lluis: "El periodismo ha cambiado calidad por inmediatez".

No se puede decir mejor en menos palabras, y no se puede decir algo tan imprescindible para que los que estamos en el oficio, si aún estamos a tiempo, tomemos nota: nuestro oficio está en peligro. Pero las amenazas no vienen (o no vienen tan solo) de las maquinitas que nos rodean, ni de la crisis económica, sino de nosotros mismos, de la capacidad que hemos tenido de ser leves creyendo que así seríamos mejores, cuando en realidad siendo leves somos, ante la sociedad, e incluso ante nosotros mismos, insoportablemente innecesarios.

Frente a esto, aquella imagen de Lluis en su viejo despacho de "La Vanguardia", en Londres, me devuelve la imagen del periodista que yo quisiera ser.