Pasear por el frío, sin horas ni tiempos marcados -sin comienzos ni finales de antemano- trae una lucidez que rara vez encuentro en lo cotidiano. Será que eso, lo de cada día, es demasiado denso, demasiado apretado. Quizás, demasiados demasiado. Siempre había pensado, sin otras profundizaciones, que me faltaba tiempo. Y, como decía Armando -un personaje del pueblo que murió joven y que "trabajaba más de treinta y tantas horas al día"- los días eran muy cortos para lo que necesito.

Pasear estas navidades con la mente libre, tranquila, pura... me llevó a reconsiderarlo. No me falta tiempo, me sobran preocupaciones. Con el "pre" intencionado. Analizadas una por una, las hay que no merecerían ni un minuto de dedicación. También descubrí que casi nada de lo que creía importante realmente lo fuera. Recuerdo con meridiana claridad que en la adolescencia era el sexo lo que creía capaz de mover el mundo. Más tarde pasó a ser el dinero, el éxito... Ahora me parece que más allá de los afectos, la salud y vivir con dignidad, solo hay adornos florales, fuegos de artificio.

A estas alturas, ya va siendo hora de que cada cosa aparezca en su sitio. Y creo que comienzo a darme cuenta de qué va esto llamado vida. Y que lo que ahora veo me lleva al siguiente propósito de enmienda: huir de los envidiosos con tantas ganas como de los halagos sucios o interesados. De los falsos. De los políticamente correctos. De los educados y corteses mientras te tienen de frente. De los cobardes. Más aún de los cínicos. De los indiferentes a los que se la suda lo que pase a su lado. De los que jamás se meten en un embrollo no vaya a tambalearse su trono de abundancia. De los que no sienten nada por nadie. De los eternamente malhumorados. De los que malmeten por sistema, como si les viniera por naturaleza. De los que nunca se emocionan ni liberan una lágrima de compasión. De los que no saben lo que es la ternura, el amor desprendido, los sentimientos del alma.

Rechazar a los que se van cuando comienza tu descenso. A los que les preocupa más tener que ser, aparentar que sentir, dormir que soñar. A los que ya están de vuelta de todo.

Ahora, a estas alturas de mi vida, con las mil y una canas que no son de vejez -por los muchos años que llevan conmigo- es precisamente cuando menos necesito. Aunque lo que necesito lo necesito mucho. El amor de mis hijos sin el que ya no podría ni despertarme. El de mi madre, cada día más imprescindible. Mis hermanos, mis amigos, las personas que me quieren. Que me quieren de verdad. Que están o que ya no pueden estar.

Ahora que comienza el año, ahora que ya pasaron los Reyes, quiero escribirles una carta. Con retraso. Llegando siempre tarde a ese lugar por donde pasan todos los pasos perdidos. Y les pido ilusiones. Esas que los años nos van robando. Parece que fue ayer cuando disfrazado con plumas del indio Jerónimo y un arco de plástico disparaba flechas de goma para quitarle la boina al señor Ramón, que estaba sentado en el zaguán de su casa. Os pido que no desaparezca el niño que todos llevamos dentro. Que reaparezcan las emociones, si alguna vez se perdieron. Que en el tren de la bruja, ese que marcha para no volver, solo viajen los pérfidos. Que detrás de cada adiós repose un regreso. Que no se cierren más puertas. Que un nuevo corazón aparezca en el pecho de los que lo perdieron. Que la generosidad sea el café o la leche del café con leche cada mañana. Que sólo tengamos hambre de abrazos. Que nos acordemos y hagamos algo cada día por los que menos tienen. Por los enfermos y los tristes. Por los que agotaron el saco de las esperanzas. Por favor, devolvérselas. No pido nada más. Sólo eso: esperanzas. Y que los que están a mi lado estén felices por estarlo. Solo eso. Casi nada. O todo.

Feliz domingo.

adebernar@yahoo.es