Lo que hoy se conoce popularmente como Guerra de la Independencia fue considerada durante mucho tiempo como una guerra civil que dividió a España en dos mitades: los afrancesados e ilustrados, por una parte, y una amalgama de conservadores, curas casposos, monárquicos y liberales por la otra. Desde 1808 en adelante nuestro país ha escrito gloriosas páginas en el árido terreno de esterilizarse a sí mismo enfangándose en conflictos intestinos.

Después de echar a los franceses -gracias a la ayuda de los ingleses-, la especialidad de la casa fue perderlo todo. Perdimos las colonias de América en la "década ominosa". Y luego Cuba. Y Filipinas. Y los territorios de África. Y finalmente perdimos España durante cuatro décadas, después del golpe de Estado de los militares contra la República, que dio lugar a la única guerra que ganaron los españoles (era imposible perderla, ya que los dos bandos eran del mismo país).

Quiero decir con todo esto que tenemos una acreditada y amplia experiencia en jodernos la vida con divisiones y rencillas. Que no hayamos aprendido nada de todo esto establece de forma empírica que seguimos siendo tan zoquetes como antes. Y el que no conoce su historia está condenado a repetirla.

Cataluña ha sido siempre el ombligo de los problemas de España. El polvoriento Estado del 78, atribulado por su desgaste interno, se ha sacudido el pelaje y ha enseñado los dientes por primera vez al último brote epidémico del independentismo catalán. Lo que divide la política española no sólo son discrepancias sobre asuntos sociales o económicos, sino el antagonismo sobre un cambio de modelo de Estado que podría acabar con la ruptura del propio Estado. Por distintas razones, tanto el PP y como el PSOE o Ciudadanos son tributarios de la integridad territorial de España. La nueva izquierda de Podemos, en cambio, comparte con fuerzas independentistas el derecho de los pueblos -léase Comunidades Autónomas históricas- a alcanzar su soberanía.

Esos empalagosos que definen las elecciones como "la fiesta de la democracia" estarán felices. Este nuevo año vamos a ir de fiesta en fiesta. Porque además de las autonómicas gallegas y vascas tendremos previsiblemente unas nuevas Elecciones Generales en primavera. En Cataluña se logró un acuerdo sobre el pitido final. Pero es un acuerdo que pone en la hoja de ruta del nuevo Gobierno un proceso de plazos para la independencia de España, lo que supone echar más gasolina en el fuego de los problemas del país.

Las últimas elecciones estuvieron marcadas por la propuesta del cambio. Era el enfrentamiento entre la nueva y la vieja política. Pero después de que las urnas hablaron se han empezado a caer los disfraces. Esto ya no es otra cosa que una pugna entre los que están con un Estado solidario y los que están con la idea de permitir trocearlo en nuevos mini-Estados.

Claro que existen matices. No es la misma posición la del PP, reacio a cambiar la Constitución, que el deseo de reforma de otros. Como no es lo mismo lo que defiende el PSOE -la transformación de España en un Estado federal- que lo que propugnan los independentistas gallegos, vascos o catalanes, que es alcanzar la soberanía de sus pueblos. La nueva política, qué ironía, resucita los viejos problemas de la República. No hay nada nuevo bajo el sol.

Decía Machado, por boca de Juan de Mairena, que "en el campo de la acción política, sólo triunfa quien pone la vela donde sopla el aire; jamás quien pretende que sople el aire donde pone la vela". Pablo Iglesias puso la vela de Podemos en donde más soplaban los vientos de cambio de un país que estaba cansado de tanta corrupción, tanta pompa vanidosa de la partitocracia y tanto costoso privilegio. Triunfó. La pregunta es si ese éxito se volverá a repetir en unas segundas elecciones convertidas en un referéndum sobre la supervivencia del Estado español.

Pedro Sánchez intentará un pacto de izquierdas ofreciendo incluso un referéndum "light" a cambio de La Moncloa. O consigue la investidura o le mandan para su casa. Y lo sabe. Pero Podemos no tiene margen de negociación. Su alianza con los que quieren el derecho a la autodeterminación es difícilmente degradable. No se van a conformar con un simulacro de consulta no vinculante y mucho menos contando con un Gobierno catalán hostil y decidido a la ruptura total.

Vamos camino de nuevas elecciones generales, que serán, a todos los efectos, el verdadero referéndum sobre el modelo de Estado. Ese será el auténtico choque de trenes del 2016. Y es el punto al que quiere llegar una derecha superviviente que confía en que unos nuevos comicios, con España como telón de fondo, hará que vuelva, con una pinza el la nariz, el voto huido. Porque es más poderoso el miedo que la decepción.