En Girona están pasando cosas raras. En el barrio de Sant Pau encontraron el cadáver de un joven que llevaba semanas en una habitación de la casa de sus padres, mientras la familia seguía con su vida normal. Como si no pasara nada. Esa es una. Otra es que han mandado al alcalde de la capital, Carles Puigdemont, para que se coloque al frente del proceso de independencia de Cataluña.

El "proces" corría el peligro de consumirse en la nada, como ese pobre niño fallecido, así que convenía buscarle una cura milagrosa. Por eso Artur Mas hubo de levantar tristemente una tardía pistola, apoyarla en su sien y apretar el gatillo para que la bala de la CUP le volara los sesos políticos. Un suicidio para salvar la cosa. Un sacrificio por la causa patriótica.

El cadáver de Mas estuvo en el pleno de investidura de su sucesor, sonriente mientras se descomponía delante de todo el mundo como si no pasara nada. Como si no oliese. Y hasta recibió aplausos y abrazos. Todo el mundo celebró la salud del muerto y las fotos inmortalizaron juntos al presidente vivo y al candidato difunto. ¿Y el "procés"? ¿Y la independencia? Dieciocho meses durará el parto. Eso han dicho los que están en la conjura de una Cataluña libre de españoles. Año y medio en el que el independentismo actuará "con mucha inteligencia" y sin dar motivos para que la cuerda se rompa, sea eso lo que sea, porque es difícil que se pueda hacer una gran tortilla sin romper muchos huevos.

La constitución del Parlamento en Madrid, que se celebra hoy, tiene muy presente este paisaje. La política española está obligada a llegar a acuerdos, urgida por el asunto secesionista y por el pánico de algunos a unas nuevas elecciones. Pero la realidad es fúnebre. Pedro Sánchez conoce que puede ser un cadáver político si no logra un pacto -con quien sea y como sea- que le haga presidente. Mariano Rajoy disfruta de una mortuoria mayoría minoritaria y atipática. Albert Rivera lucha para sobrevivir a las agonías y fantasmas de su primer gran fracaso, que encima fue un éxito. Y Pablo Iglesias mastica el lado más amargo y tóxico de sus venenosas servidumbres con los independentistas catalanes y gallegos.

Da la impresión de que esto está lleno de cadáveres que caminan y hablan y hacen ruedas de prensa. Muertos que salen en los telediarios mientras Cataluña se pudre y los escándalos de corrupción forman pústulas en una sociedad tan leprosa como sus dirigentes. El país huele a tumba. Es un vaho dulzón que empaña las fotos del matrimonio que salía en los retratos de la Familia Real y se sienta ahora en el banquillo en una de las muchas salas de momificación que la tuerta Justicia tiene abiertas en España. Los muertos vivientes se han hecho dueños del presente. E incluso los que decían traer el futuro en sus sueños ya parecen difuntos. ¡A tal velocidad se nos vuelven zombies las esperanzas en España!