Joan Margarit nació en 1938, se hizo arquitecto, calculó estructuras, hizo fabricarlas; pero mientras sucedía todo eso, el aliento poético que lo dominaba se hizo escritura y ahora hace versos de emoción incalculable, por los que traspasan el dolor de la vida y también su alegría, rota a veces por lo que más duele, el padecimiento de los próximos.

Teniendo en cuenta esos versos, con los que ha convivido muchísima gente que no lo conoce, esperaba de él, cuando me iba a abrir la puerta de su casa de Sant Just Desvern, en Barcelona, a un hombre serio, circunspecto, un Salvador Espríu, por decirlo así, pero no un José Hierro, por ejemplo. Y es más Hierro que Espríu en persona; me abrazó, rió como si yo le trajera un recuerdo agradable o risueño, y en seguida su casa, llena de libros y de cuadros, abierta a la luz de la calle y del hermoso patio, fue también mi casa; el agua, el café, las pastas, todo lo que había allí de pronto se convirtió en un domicilio que me esperaba.

Fue fantástico el encuentro; su origen era periodístico, porque lo iba a entrevistar, pero en seguida hubo algo tan común en nuestro lenguaje, e incluso en nuestros recuerdos personales, que me pareció que había venido a ver a un isleño como yo, que había conocido mis calles y mi gente, y que soñaba, como yo mismo, con un regreso que la vida ha espaciado hasta la probable vejez o quizá hasta siempre. Y no es extraño que así me sintiera ante Margarit, el poeta de "Restos de aquel naufragio", "Se pierde la señal", "Joana" y tantos libros más. No es extraño porque Margarit es, por decirlo así, de Santa Cruz, de Las Palmas, un canario de ambos lugares, que en su juventud viajó con su padre por esos empedrados, que estudió allí, y que hizo de sus viajes y de sus recuerdos un asiento de su alma entonces y ahora mismo.

Sus libros están llenos de poemas que desprenden esa lujosa memoria que alienta desde sus estancias en las islas, en Santa Cruz sobre todo; ahí están el Teide, el muelle, la capital, están Las Palmas y sus bellas brumas. Está él siendo estudiante y está él, ahora, siendo el que imagina la ciudad que quiso y a la que querría volver. Nada más llegar, después de su risa, antes de irse a hacernos café, me dejó en las manos una cuartilla impresa con un poema suyo reciente, "La isla misteriosa". Mientras subía el café lo leí, igual que van a leerlo ustedes ahora, quizá también escuchando cómo sube el café. "Viví en una ciudad en donde las mujeres/ ponían almohadones encima del alféizar/ para apoyar los brazos./ Y las calles con casas estucadas de rosa/ bajaban hasta el puerto./ Hoy las ventanas ya no son las mismas/ ni ninguna mujer se apoya en el alféizar./ Nunca se desembarca en los lugares que aísla la memoria./ Vivo en este país tan familiar y serio/ que guarda las cenizas de los que me han amado./ ¿Por qué no pudo nunca ser más acogedor?/ Y fue en aquella isla, no en mi patria,/ donde encontré mi hogar./ Década del Cincuenta. Tenerife./ Es el único sitio de mi vida/ al que ahora deseo regresar".

Margarit regresó con el café, con la risa, con los recuerdos de la geografía común, la que yo viví diez años después que él. En la década del Sesenta. Le dije: "Yo también quisiera volver a ese sitio que tú describes". "Sí", me dijo Margarit, riendo, "pero ya no está, Juan, ya ese sitio no existe. La paz aquella ya no se puede ver". No, algún vestigio hay, pero esa atmósfera a la que Margarit quisiera regresar, más allá de su país "tan familiar y serio", ya no es el sitio que está en nuestras memorias.

Cuando me fui de allí, de la casa de Margarit en Sant Just Desvern, tuve sin embargo la sensación que había visitado al poeta precisamente en Santa Cruz.