Todo el mundo habla de lo mismo. Todas las miradas están puestas con desconfianza en el atasco político del Parlamento, enfrascado en el pacto imposible de una nueva mayoría de gobierno. Se respira un creciente pesimismo basado en la comprobación empírica de que todo el mundo habla de diálogo cuando hace precisamente lo contrario.

Como todo buen cocinero sabe, cualquier guiso necesita un tiempo de cocción. Estamos en una primera fase de postureo político donde todos niegan en público lo que negocian en privado. No hay que hacer mucho caso de los aspavientos de los portavoces que están ahora interesados en echar tinta de calamar. Cuando se produzca la primera votación de investidura fracasada empezará a correr el plazo de dos meses para unas nuevas elecciones y es entonces cuando algunos se van a poner un cohete en el trasero.

De toda esta guerra de gestos y galleos que estamos viendo se puede deducir bastante poco. El desfile de portavoces ante Felipe VI está concluyendo con el pesimismo por bandera. La repetición de elecciones parece inevitable. Pero cuando el caldero lleve un tiempo al fuego, los partidos se habrán ablandado lo suficiente como para ser masticables. Para el PSOE es un mal negocio volver a someterse al repaso de las urnas en las actuales circunstancias. Y Podemos en otras elecciones podría perder sus alianzas con los independentistas de Las Mareas, Compromís y En Comú, con lo que terminaría con menos plumas de las que hoy disfruta.

La base del pacto que parece más viable es la que se sustancia sobre el PSOE. El PP ha gestionado muy mal su mayoría absoluta, distanciándose de las simpatías de casi todos los grupos parlamentarios. Cataluña ha levantado el pie del acelerador para alejar el fantasma de la independencia, pero es una pausa estratégica, no una renuncia. Quieren darle aire a Pedro Sánchez, que gestiona por un lado su futuro político y por el otro la certidumbre de que su partido no le va a permitir ninguna vía -ni siquiera camuflada- para la ruptura de la unidad del Estado.

La válvula de seguridad es que en el Congreso, se forme el gobierno que se forme, no existe una mayoría secesionista que pueda sacar adelante una reforma constitucional que exige tres quintos de cada una de las cámaras. Pero es una falsa seguridad. Un Gobierno displicente podría permitir, por la vía de la inacción, que Cataluña se dotara de los instrumentos de Estado que tienen previstos en su "hoja de ruta" los partidos independentistas que apoyan el gobierno. Así que los sobresaltos del choque de trenes entre separatistas y constitucionalistas no se van a terminar, sea cual sea el resultado de los pactos de investidura. Y mientras, Mariano Rajoy se va a proponer como candidato de un fracaso anunciado -no tiene apoyos- que solo se justifica en la sencilla explicación de que quiere que empiece a correr el cronómetro de los dos meses.