Toda muerte es increíble; la vida tiene ese fin, ese límite, aunque la naturaleza y la experiencia convocan esa frontera abismal que a todos nos espera. Pero incluso la tremenda contingencia de que eso también pasará nos parece que no va a suceder. Y eso sucede, claro, sucede siempre, y siempre nos produce la misma perplejidad, igual angustia, el mismo vacío. Ahora ha pasado otra vez, y pasará, y pasará siempre, y nos pasará. La vida es eso también, y la resignación no es aceptación del punto y aparte sino rabia contenida, llanto cuando nos quedamos solos, ausente el pariente, el amigo, la persona que ya nos deja con la huella de su alegría, de su entusiasmo, de lo que hizo para otros, de lo que fue.

Ha pasado ahora, el lunes de esta semana, otra vez. A primera hora de la mañana de ese lunes ceniciento de la semana, cuando todo recomienza y lo que ya hicimos parece incierto y uno quisiera parar el tiempo con las manos para que se precipite sobre nosotros, llegó la noticia de la muerte de Joaquín Casariego Ramírez, el arquitecto, el profesor. El amigo Joaquín, el hombre de los proyectos, un canario hecho para la razón, el arte y el trabajo, y para el amor y para la amistad. Un adolescente isleño al que le costó tanto perder la adolescencia que siguió siendo un chiquillo, ilusionado e imparable, siempre detrás de la estela de sus estudios y de sus invenciones.

Tuvo a su lado desde muy pronto a Elsa Guerra, que fue su alumna de arquitectura en la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria; con ella creó un estudio que trabajó para todo el mundo; enseñó en Harvard, en Fráncfort, en Las Palmas, en muchos sitios; escribió (con Elsa, en gran parte) sobre las orillas del mar y sobre los desiertos construidos, y fue un insular entrañado en su tierra, pero hizo volar sus conocimientos y sus ideas por lugares tan remotos como Vietnam u otras zonas del mundo. Un cosmopolita de la estirpe de otros racionalistas o científicos canarios, como Agustín de Bethencourt o Domingo Pérez Minik.

Cuando esto sucede, cuando se anuncia la muerte de un amigo así, tan estupendo, tan lleno de la vitalidad de los creadores, lo que viene en seguida en nuestra ayuda, para que ese momento no se convierta en un abismo, es la memoria. Joaquín en Bajamar, la primera vez que lo vi, cerveza helada en una terraza quizá de un hotel en la parte alta del bello paraje; Joaquín en El Médano, con Elsa, pisando la orilla preferida, el mar tranquilo o impertinente de este lugar de viento y de arena que fue suyo y de su familia cuando ya corría como un adolescente. Joaquín cumpliendo los 60 en Tafira, el mar delante, la brisa perfecta en el patio de su casa, la que hicieron él y Elsa, los amigos, el flequillo de Joaquín, la risa. Joaquín explicando, en las casas o edificios que reconstruyó con Elsa, como si ella y nosotros fuéramos sus alumnos en una clase universal a la que él se dirigía con la vocación de enseñar como si él mismo estuviera mezclando el entusiasmo de saber con la alegría de compartirlo.

Un alumno de sí mismo. Joaquín contando, en un hotel del sur de Gran Canaria, contando una por una las razones de la destrucción del paisaje, por la depredación, la falta de planeamiento, el desdén por la belleza que mordió las costas de la tierra donde nació, Tenerife, y esta isla donde halló el amor y el trabajo, y donde conjugó el entusiasmo de vivir con la razón de inventar. Joaquín con su hijo Jonay y con su nieta isleñanorteamericana, que el día en que ya lo despedían y le lloraban en el Tanatorio andaba por esos pasillos andando sobre las palabras en las que estaban las huellas de su abuelo el arquitecto al que sus amigos despedíamos conscientes del hueco de esa pérdida.

Cuando abracé a Elsa allí me vinieron todas esas memorias, alegres o didácticas, que convirtieron la amistad de Joaquín en la oportunidad humana de una enseñanza perpetua.