Parece que en nuestra sociedad se están agudizando los extremismos. Hemos pasado de la laxitud social a la intolerancia ciega. Al deseo de imponer reglas basadas en nuestra propia idea de las cosas. Al cerco de las decisiones individuales sometidas a los modelos de conducta gregarios.

A un torero, cuyo nombre no viene al caso, le han vestido de capuchino por salir en una foto toreando una vaquilla con su hija de corta edad en brazos. Le han crucificado en las redes sociales y hasta el defensor del pueblo de Andalucía se ha metido en el tercio de varas diciendo que va a tomar cartas en el asunto. No sé yo qué cartas va a tomar, pero seguramente el as de bastos.

Es bastante improbable que ninguno de los que ha puesto a parir al torero tenga más amor por su hija que el de su padre. Cabría especular que, a pesar de esa diferencia, estén interesados en la seguridad de la pequeña ante un padre irresponsable. Esa reflexión se licúa cuando los reproches se sustancian más en la profesión "asesina" del protagonista de la foto y en el sacrificio de los pobres bichos. Estamos, pues, ante otra variante insólita del asunto de las corridas.

Es habitual que en este país veamos fotos de niños subidos a una torre de personas que forman un "castellet", tradicional en varios puntos de la geografía española. Y mucho más común que en miles y miles de hogares coexistan en perfecta armonía razas de perros denominadas peligrosas con niños de muy corta edad. Ha habido casos en que las torres se derrumban y los niños son cogidos en vilo milagrosamente cuando se caen desde varios metros de altura. Y casos donde algún perro, por razones que sólo la razón canina alcanza a comprender, han atacado a niños de su propia familia. ¿Sería lógico condenar una cosa y la otra y prohibir los "castellets" o que los perros convivan con los pequeños? Pues a mi juicio no. Existe algún riesgo, sin duda, pero es de mucha menor consideración que los efectos sociales que se derivan de una tradición -en el caso de las torres humanas- o de los saludables efectos sobre el carácter que ofrece la relación con un fiel compañero canino.

El problema de los amantes de los animales es que se están radicalizando demasiado. Claro que es una corriente general de todas las tendencias sociales. Pero es difícil de digerir que quien dice amar a un chucho sea capaz de desear la muerte de un torero. Existe ahí una contradicción insalvable. No me gustan las corridas. Y no me parece bien llevar en brazos a tu hija cuando estás dando un capotazo a una vaquilla. Hasta ahí. Pero consideraría una imbecilidad acusar a las personas que tienen mascotas de someterlas a esclavitud. Algo que dentro de poco veremos como un paso lógico e inexorable ligado al "derecho a decidir" de los animales. Siempre nos quedará la opción de hacer un referéndum de perros, gatos, toros e idiotas.