La peor tragedia que puede sufrir un pueblo, un país, es una guerra civil. La confrontación cruenta entre hermanos, donde la virulencia extrema y el masivo derramamiento de sangre prescinden de la racionalidad y de sentimientos supuestamente humanos, o humanitarios, para dejar espacio a un odio encarnizado que se traduce en crímenes cercanos, porque víctimas y verdugos pertenecen a una misma comunidad; se conocen y hasta se apreciaban antes del estallido bélico. Pero ideologías, intereses, radicalismos y ofuscación recíproca convierten a los allegados en enemigos y al vecino en criminal.

Las consecuencias perduran en el consciente colectivo, en formato de rencor fluyendo de heridas abiertas, a través de generaciones, tantas como sean necesarias para que las cicatrices sean un recuerdo de los muertos tan lejano como para imponer el respeto a su memoria sobre el resentimiento contra su asesino.

La Ley de Memoria Histórica del año 2007 abandera la loable reconciliación y concordia entre todos los españoles como objetivo prioritario.

Ante polémicas colectivas sobre la aplicación del protocolo para rescatar los restos mortales enterrados, surge la duda de si se están cubriendo las expectativas legisladas.

Reciente el caso del pozo de Tenoya en Arucas, donde al parecer, hace ochenta años, fueron arrojados varios cadáveres de represaliados por el franquismo. El elevado coste de la operación de vaciado, 70.000 euros, da lugar a opiniones sobre la prioridad que debe asignarse al dinero público, en virtud de las necesidades vitales que asuelan a una gran parte de la población en situación de pobreza extrema.

Recabados testimonios al respecto de afectados directamente como descendientes, de tercera o cuarta generación, en número reseñable se manifiestan en el sentido de dejar descansar en paz a sus antepasados: "Donde se supone que yacen, que se ponga una cruz y se rece por ellos".

En la otra orilla, la legítima reivindicación del rescate, al precio que sea, en nombre de la terrible injusticia cometida contra sus ancestros. Ello significa que todavía no se ha cubierto el tiempo suficiente para restañar definitivamente las heridas en cicatrices que se reabren ante circunstancias que reavivan el recuerdo de la tragedia.

Tras ocho años de vigencia, no parece que la Ley de Memoria Histórica haya alcanzado su deseado objetivo de concordia. Adolece quizá de dos condicionantes que la afectan. De un lado, el retraso de su promulgación (2007) por parte de la misma formación política que pudo hacerlo en legislaturas anteriores (década de los 80), con lo que se hubiese evitado una segunda limitación de perspectiva, pues se habrían ampliado los objetivos en el tiempo hasta los también atroces estertores de la Segunda República.

A nadie normal se le ocurriría pensar que fuera el oportunismo político lo que promovió la promulgación tardía de una ley como alimento para un potencial yacimiento de votos en el momento adecuado. La sensibilidad de un largo proceso de rehabilitación y convalecencia social de una ciudadanía maltrecha jamás daría cabida a una perversa segunda intencionalidad electoralista.

Pero sopesando pros y contras de la realidad actual, debemos reconocer que los beneficios humanitarios se han quedado cortos ante los daños colaterales inferidos a quienes les ha vuelto a manar sangre de las cicatrices casi cerradas.

La memoria de la Historia debe respetarse en su máxima amplitud, tanto para enorgullecerse de nuestras gestas heroicas como para recordar errores pasados y evitar que vuelvan a repetirse. No debe acotarse la Historia a partir de tal fecha por intereses ideológicos de nadie.

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