Defendía Mauriac, en uno de sus intensos y demoledores discursos, que el personaje se presentaba como el resultado inequívoco del contrato subscrito por el autor con la realidad -de todos es sabido que el mundo, en su máxima expresión, no deja de ser más que la representación de una determinada obra entre individuos-. Un espectáculo -a veces penoso, otras simpático y animoso- que comienza en el mismo instante en el que el despertador suena al ritmo del amanecer y que acaba en una indolente y apática cama o en un sofá. Donde la madrugada sólo sirve para aprenderse el próximo papel en el que, solitario, desquiciado, al día siguiente tiene que representar. Porque, al fin y al cabo, de lo que se trata es de reflejar la verdadera naturaleza de la condición de un ser humano: un lobo herido dispuesto a devorar todo aquello que se le presenta por delante, dispuesto a dejar hasta el último resquicio de su alma.

A los líderes de hoy en día se les debería de exigir cumplir todas aquellas promesas o todos aquellos puntos aprobados en sus programas y que, luego, más tarde, han sido refrendados en una votación por un pueblo -no hablo de nada en particular y sí de todo-. Y aquellos que incumpliesen uno solo de esos puntos deberían de estar abocados a adelantar las elecciones por incumplimiento de contrato con la sociedad.

Quizás, porque hay que darle la importancia a todo aquello que se la merece. Porque el no dársela es faltar a la verdad. Porque las cosas en esta vida deben de tener su parte alícuota de responsabilidad. Porque no se debería permitir que exista un sector de la población con una serie de privilegios por el mero hecho de encumbrarse como paradigma de algo que no son capaces de representar y, sobre todo, porque en el desempeño de sus funciones no son capaces de dar ejemplo a la sociedad a la que pertenecen. Y porque todo debería de ser así. Todo nos lo deberíamos de tomar con la importancia y la trascendencia que se merece. Porque la gestión de los recursos públicos debe de ser una responsabilidad ligada a una serie de obligaciones que, en caso de incumplimiento, deberían de estar penalizadas.

Y es que el ejercicio del liderazgo, más cuando es un servicio a la sociedad, se debería de hacer en un espacio de tiempo determinado -no más de ocho años, supongo, porque si todo poder corrompe, hay que evitar las mundanas tentaciones-. Y si por un casual se ejerciese ese liderazgo, se debería de realizar en las mismas condiciones y con los mismos derechos que cualquier otro trabajador. Porque si no fuese así, de una forma u otra, se haría pensar que existen ciertos lugares o ciertos sitios en donde la impunidad y la desmesura se hacen propietarios del bien común.

Porque la modestia de haber sido un líder, como usted ha podido ver, mi querido lector, no lo da el poder adquisitivo, sino la honestidad y la sencillez con la que se vive. Y porque si, en una situación concreta, se tuviese que tomar partido en alguna cuestión en esta vida, sería para dignificar algo que en su más íntima naturaleza es la esencia de una sociedad: su democracia.

@guillermodejorg