"Si todos, pudiendo asomarnos al brocal de las conciencias ajenas, nos viéramos desnudas las almas, nuestras rencillas y reconcomios todos fundiríanse en una inmensa piedad mutua. Veríamos las negruras de quien tenemos por santo, pero también las blancuras de aquel a quien estimamos por malvado". Tal vez, esta aseveración de Miguel de Unamuno exprese un pensamiento valioso siempre, pero, especialmente, en estos tiempos líquidos, por usar la conocida expresión de Zigmunt Bauman.

María Zambrano se refería también a "la época terrible de la cultura mandarinesca y sin entrañas" en la que el intelectual "no ha sabido se padre de los hombres de su tiempo". Pero hacía la excepción de Unamuno, aun "con sus arbitrariedades y asperezas". Y, efectivamente, nadie puede dejar de conmoverse por su indagación tan intensamente sincera -"mi religión es buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad"- y por su deseo de "hacer que todos vivan inquietos y anhelantes" en esa misma y decisiva búsqueda.

"Espero muy poco para el enriquecimiento del tesoro espiritual del género humano de aquellos hombres o de aquellos pueblos que por pereza mental, por superficialidad, por cientificismo, o por lo que sea, se apartan de las grandes y eternas inquietudes del corazón". Como se aprecia, Don Miguel se expresaba con dureza si percibía falta de hondura ante los misterios decisivos de la existencia humana. En cambio, era animoso con quienes reconocían sus carencias, pero manifestaban deseos de aprender: "Solo espero de los que ignoran, pero que no se resignan a ignorar".

Unamuno fue un hombre valiente, y supo adivinar las graves insuficiencias de una sociedad que confiaba ciegamente el Progreso y la Ciencia -en realidad, la interpretación cientificista de la vida- como si fuera un dogma. Pronto, le daría la razón la historia, con sus guerras mundiales y sus escalofriantes cifras de millones de muertos.

Escribió en 1914 en "Del sentimiento trágico de la vida" que existía entonces "una nueva Inquisición: la de la ciencia o la cultura, que usa por armas el ridículo para los que no se rinden a su ortodoxia". Y con la franqueza de que hacía gala, expuso que a él mismo le afectaba: "Hay otra más trágica Inquisición, y es la que un hombre moderno, culto, europeo -como lo soy yo, quiéralo o no-, lleva dentro de sí. Hay un más terrible ridículo, y es el ridículo de uno ante sí mismo y para consigo. Es mi razón, que se burla de mi fe y la desprecia". ¿Les ocurrirá hoy lo mismo a muchos, ante las hegemonías culturales de los medios de comunicación? ¿No dominará alguna -o mucha- falsedad por no ir a contracorriente?

¡Cuánta fuerza ejercen, incluso en los valientes, las modas intelectuales, culturales o mediáticas! El propio Unamuno explicaba en clave irónica que una mentira no se considera como tal en cuanto es aceptada por muchos, y dejaba "de ser alucinación para convertirse en una realidad". También, con gusto por la paradoja, exponía que "está loco el que está solo".

Me parece necesario subrayar la defensa de la propia identidad cultural, frente a los intentos mediáticos de homogeneizar para dominar. "Yo, Miguel de Unamuno, como cualquier otro hombre que aspire a conciencia plena, soy una especie única". Esta declaración contiene una idea fundamental para entender y amar la pluralidad: cada uno somos un universo exclusivo que merece un respeto absoluto.

Resulta tiránico el afán por uniformizar a las personas, por meterlas a martillazos en los moldes de las ideologías. Por el contrario, existe una pluralidad que, si comprendemos la individualidad de cada ser humano, llegaremos a amar como un tesoro esencial: escuela pública y privada, enseñanza mixta y diferenciada, asignaturas de ética y de religión, iniciativas públicas y privadas en las actividades asociativas y comerciales. En definitiva, amar la libertad y sus riesgos, que siempre serán menores que los peligros de intentar uniformar a quienes somos especies únicas.

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