Dice mi hija que las nubes habían escrito "luz" en el mar. Mi hijo sólo vio cabezas de dinosaurios y la de un perro. Les dije que era un cielo velazqueño. Con ese azul que sólo se pinta a pincel. Que si se fijaban bien podrían ver a los angelitos con sus alas blancas en la espalda. Con sus caras redondas y rosadas. Miraron bien. Pero bien, bien... y casi, casi los encuentran. Se fueron volando, les dije. Son más tímidos aún que tú, Jan. E igual de rápidos que Clara, que es capaz de adelantarte en dos años llevándote sólo catorce meses.

Diego tenía los mismos años que mi hijo: once. Sólo esos. Ayer conocí que antes de tirarse por el balcón de su casa había escrito una carta que me destrozó el alma. Y me puse a escribir esta columna deprisa y sin otra gramática que no sea la del corazón. Tal vez para que me entiendas mejor, allá donde estés, Diego. Se me confundían los dedos entre las teclas y algo parecido a una lágrima me consumía la piel, donde las lágrimas ya no tienen ni nombre. He leído tantas veces esas palabras. Nos las han escrito los hijos cualquier día de cualquier año: "Sois los mejores padres del mundo". No quisiste volver al pupitre y en octubre, sin alas, desde un quinto piso te negaste a volar. Anidas en el cielo, donde esperas a tus padres. Pero en el cielo tus padres no pueden verte, tocarte, jugar contigo como tantas veces.

Nos dejaste como somos, tan inhumanos. Preocupados por las cosas fútiles de cada día: el éxito y otras mentiras. Pero el único éxito es ser feliz. Tú no lo eras. No te dejaban. A los once años, cuando la felicidad está en la camisa de cualquier barrio, una pelota, el mar aparecido a la hora de los amigos, el colegio. Para ti era el infierno. Nos hemos convertido en mártires de lo que hemos creado: un monstruo de mil cabezas que tiene la insensibilidad como bandera, el individualismo exacerbado, la competencia -esa palabra que tanto me duele-. No eras feliz, cuando la felicidad es un verso de once años que se escribe hasta en las paredes. Los sueños te los robaron. A tu lado, como puñales, crecían las alambradas. Tu carta me destrozó el alma. A mí y a millones de seres que aún pretenden ser humanos. Huele a tristeza. Perdonarás que este mundo lo hayamos pintado tan mal. Que no supiéramos borrarlo. Con una goma. Esa que se quedó sola en tu pupitre.

Como solas se quedaron las zapatillas que dejaste junto a tu cama y que alertaron a tu madre cuando era aún persona. Hoy la he visto con esa tranquilidad de farmacia. Con la mirada opaca de quien nunca tendrá ilusiones. Sólo le queda el empuje de que tu muerte no haya sido en balde. De que se encuentre a los culpables de tu partida para que ningún otro niño tenga que sufrir algo parecido.

Me duelen mis hijos en ti, Diego. Como me duele cada niño de los que veo a diario. No puedo evitarlo. Hoy entraba uno en el colegio llorando. Sus lágrimas eran de remordimiento porque no se había portado bien en su casa. Sólo tiene tres años. Tres años y la capacidad y virtud suficientes para que le duela que los demás sufran. Ojalá haya muchos de estos.

Querido Diego, cuando desde ahora mire con mis hijos a las nubes veremos también cabezas de perros y dinosaurios, y seguro que seguirán escribiendo "luz" en el mar. Pero con tu letra, Diego. Con tu letra.

Feliz domingo.

adebernar@yahoo.es