Pese a las veleidades del tiempo que estamos experimentando, con este invierno atípico que ha trastornado hasta el ciclo natural de las plantas, con floraciones inesperadas y adelantadas al calendario, hemos celebrado el pasado martes la festividad litúrgica de la Patrona de Canarias. De nuevo los viejos caminos de herradura han contemplado atónitos el paso de numerosos peregrinos con rumbo a la Villa, donde dan fin a la ansiada visita o en cumplimiento de alguna promesa pendiente. La creencia popular así lo considera, aunque tal vez de distinto modo que aquella otra percepción de antaño, cuando se practicaban hasta rogativas para atraer a la huidiza lluvia, y los ricos hacendados o personas de la rancia nobleza hacían el trayecto a caballo, seguidos a pie por sus fieles o resignados sirvientes. Fueron los fríos los que derivaron el cambio sustancial de esta celebración al 15 de agosto, porque para los creyentes más humildes, venidos de todos los caminos de la Isla, el tránsito tenía que ser muy duro, especialmente para los que viniendo del lado norte, tenían que superar la cordillera dorsal, aquejada entonces de copiosas nevadas, para iniciar el descenso hacia la Villa Mariana; que como tal sólo disponía de algunas casas modestas en el núcleo de Santa Ana, y otras más cercanas al mar, pertenecientes a familias de pescadores, que daban asilo y cobijo a los caminantes recibiendo como pago, en la mayoría de los casos, una sonrisa agradecida y algún presente en especie de los productos cosechados, y excepcionalmente alguna gratificación en metálico de parte de los más pudientes.

En otro orden de cosas, por esa coincidencia del calendario con la dicotomía de don Carnal y doña Cuaresma, experimentaremos casi al unísono el contraste de la creencia tradicional con el oropel pasajero del Carnaval. Otra costumbre instaurada por el pueblo llano, para librarse, tal vez, de la opresión de los poderosos y ser, al menos por unos días, dueños de sus propios instintos. Sea como fuere, las dos celebraciones tienen el nexo común del pueblo, pese a que modernamente estén codirigidos por los poderes constituidos del clero y la política. Lo inevitable, en ambos casos, es que la rentabilidad se haya impuesto a la espontaneidad, dado los intereses económicos que rodean estos actos, que son totalmente ajenos al conformismo de antaño. Hoy sería impensable, en el caso religioso, que se acometieran estas decisiones sin aprovisionarse de enseres y costosos equipos adecuados para la marcha peregrina, que en la mayoría de los casos se hace por carreteras asfaltadas y con vehículos a motor; que raramente obligan a pernoctaciones al aire libre o en casas vecinales de acogida. Tampoco sería factible hoy para un carnavalero, salir a la calle vestido con ropas sacadas del arcón de los trajes viejos, ni darse la vuelta a la chaqueta y colocarse una nariz o bigote de cartón para entrar en un baile de disfraces. Los actuales tienen que ser cada vez más vistosos y con más aditamentos, escogidos y comprados para la ocasión entre las múltiples propuestas de los comercios, o confeccionados en talleres de diseñadores profesionales. Ahora, a diferencia de antaño, lo que impera es el permanente inconformismo, y las creencias o actitudes de siempre están siendo esclavizadas por la inercia de la superación inducida, hasta el extremo de envilecer los auténticos valores de nuestro fuero interno, que se supeditan a las normas en vigor dictadas por las jerarquías.

Dicho de otro modo, la espontaneidad está dando sus últimos coletazos, sustituida por los intereses religiosos, políticos o comerciales; y en medio de todo está el ser humano, juguete voluntario o involuntario de todos estos cambios. Contrastes, al fin al cabo, entre don Carnal y doña Cuaresma.

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