Cuando se llevó al cine la corta vida de Joe Strummer, carismático líder del grupo musical punk inglés The Clash, se eligió como título el famoso lema "The future is unwritten". No quiere expresar la simpleza de que no está escrito lo que va a suceder, sino, sobre todo, que no existe posibilidad alguna de escritura moral para orientarse en el futuro, por lo que no podemos establecer ningún criterio ético acerca de qué sea positivo o negativo. Ese fue el núcleo del nihilista movimiento punk

Este modo de afrontar la vida también ha quedado reflejado en obras literarias, como "El hombre sin atributos", de Robert Musil, o en el clásico "Esperando a Godot", de Samuel Beckett, en el que el escepticismo de los personajes es consecuencia de la falta de sentido en todo lo que ocurre. Y es la cosmovisión, más o menos aguada, que campea hegemónica en muchas series de televisión, películas, canciones, relatos y novelas actuales. También como utopía social, acaso hija del resentimiento.

En resumen, este talante vital que podríamos calificar de postmoderno se complace en "el carácter puntual, fragmentario y disperso de un vagabundeo existencial carente de rumbo y de meta", según resume el pensador chileno Jorge Peña Vial. Además, en esta perspectiva nihilista, el tiempo de la vida humana resulta una sucesión de experiencias sin conexión que se van sucediendo de modo lineal hasta que un día se cierra el telón con el seceso de la vida: la muerte es un absurdo más del acontecer caótico en que consiste la existencia.

Pero tal vez convenga superar el aura de romanticismo libertario que lo acompaña, ya un poco trasnochado, y decir a las claras que cuando el ser humano no sabe casi nada sobre su vida, tal desconocimiento acarrea una herida profunda en su conciencia de la que gotea una fuerte dosis de inseguridad, una profunda angustia y un triste sentimiento de vacío, de nada.

De modo contrario, existe un modo radicalmente diferente de comprender la sucesión del tiempo que acaso se corresponda mejor con la experiencia interior: "La vida: un relato en busca de narrador", como titula Paul Ricoeur, filósofo francés fallecido en 2005, un ensayo muy sugerente. Bajo esta mirada, de los actos radicales de nuestra libertad dependerá que la vida sea fecunda o no; además, esas elecciones dejarán una huella profunda en nuestro interior, condicionando decisiones futuras.

En palabras de Peña Vial: "Tener presente la narrativa de nuestra vida ayuda a otorgarle cierta significación y unidad de sentido, a darle un carácter más reflexivo, infundirle forma y coherencia al devenir temporal. Y ayuda a poner por obra la máxima de Sócrates, según la cual, una vida que no es analizada o examinada no es digna de ser vivida".

Bajo esta mirada sobre lo humano, se entiende el tiempo dentro de una narración vital en la que hay principio, fines y final. A través de elecciones libres vamos configurando una vida que puede ser narrada: la vida se estructura en torno a las diferentes peripecias, pero la persona humana trata de dialogar con todo ese caos aparente para construir su proyecto biográfico. La muerte es pieza fundamental para poder narrar una vida plena. Y hasta que no llega, la vida está inconclusa. La vida narrada posibilita entonces, en alguna medida, sobrellevar y sobreponerse al sufrimiento. Y también recarga de valor al tiempo cercano al fallecimiento, pues desde el absurdo parece como tiempo de sobra.

¡Qué bien lo refleja el poema de Ángel González, en el que el poeta se expresa en forma de diálogo!: "¿Qué sabes tú de lo que fue mi vida? / Ahora sólo ves estos últimos años / que son como la empuñadura de un cuchillo / clavado hasta el final en mi costado. / Arráncalo de golpe y un borbotón de sueños / salpicará tu rostro. / Podría dejarte ciega. Ten cuidado".

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