Hace mil trescientos millones de años, el choque de dos agujeros negros en los confines del universo hizo vibrar el espacio tiempo, creando una sucesión de olas en el océano del cosmos, algo parecido a lo que ocurre cuando alguien tira una piedra en el agua. Mil trescientos millones de años más tarde, el eco de esa vibración -el encogimiento del espacio-tiempo al paso de una onda gravitatoria-, ha sido escuchado por los científicos del proyecto Ligo, en una de las aventuras científicas más apasionantes y más perturbadoras de la historia. Einstein predijo en su teoría de la relatividad general la existencia de esas ondas que convierten el tiempo en flexible, pero han tenido que pasar cien años, millones de dólares invertidos en instalaciones y estudios, la puesta a punto de una nueva tecnología -la interferometría láser-, y el esfuerzo combinado de centenares de científicos, para acabar probando que hay otra forma de estudiar el universo, aparte de observar y medir la luz. La Humanidad ha abierto una segunda ventana para descubrir los orígenes de la física y -con ellos- quién sabe si nuestro propio origen y destino.

Los sapiens somos una especie singular: nos hemos adueñado de un planeta que camina con paso decidido hacia su propia destrucción, que consume más recursos de los que es capaz de generar y que se niega obstinadamente a dejar de envenenar su atmósfera, sus aguas y su suelo, con la bendición legal del Tribunal Supremo de los Estados Unidos. Somos una próspera y fecunda especie que ha logrado desbancar de sus nichos ecológicos a todos los otros seres vivos de la tierra, con excepción de los insectos. Una especie autodestructiva y nihilista, capaz de matarse salvajemente invocando nobles conceptos, religiones y simples ideas. Una especie avariciosa y manirrota, despilfarradora e incapaz de administrar ni el espacio que ocupamos ni el tiempo que nos toca vivir.

Pero también somos todo lo contrario: gente capaz de los mayores sacrificios y heroísmo, gente que se entrega a los demás hasta los límites de la pérdida absoluta, gente que hace música y la siente, que escala montañas por el placer de llegar a lo más alto y que vive fascinada por la belleza del mundo y los misterios de lo ignoto.

En una época de crisis global en la que todo se cuestiona -valores, ideologías, economía, familia, información, conocimiento, sociedad- uno se pregunta qué es lo que nos mueve aún a saber. Qué extraña e inexplicable razón permite que una nación que destina casi el 5 por ciento de su PIB a gastos militares, y al mismo tiempo reparte todos los días entre sus pobres 48 millones de raciones de alimentos... una nación como Estados Unidos, por ejemplo, mantenga contra viento y marea un proyecto de investigación de dimensiones cósmicas, ajeno a toda lógica social o militar. Un proyecto -demostrar que el tiempo se curva- sin más utilidad ni sentido que darle la razón cien años después al sabio judío que lo explicó (casi) todo con la ecuación más pequeña, y entender con él la música interior de las esferas. La nuestra es, sí, una especie muy extraña.