Delante de la mesa donde escribo, en el sur de Tenerife, me miran siempre dos libros, entre otros, de Umberto Eco. Están ahí por la casualidad que impone el tiempo; no hay orden en esta biblioteca, como no hay orden, probablemente, ni en mi vida ni en mis estudios ni, por tanto, en mi improbable conocimiento. Están ahí porque sí, porque me han acompañado en múltiples mudanzas y han terminado justo enfrente de donde muchas veces de muchos años he escrito periodismo o libros ante algunas de las firmas que han hecho historia o señales en mi vida o en mi oficio de escribir.

Y ahora que me disponía a escribir precisamente de Umberto Eco, cuya muerte acaba de sobrevenir como una tremenda noticia triste para los que nos educamos con él y para tanta gente en el mundo, observo que ahí están esos libros, el mítico "Apocalípticos e integrados en la cultura de masas", que metió a la semiótica en la vida cotidiana y en la literatura y nos explicó, en "El nombre de la rosa", que se puede ser sabio contando historias hasta tal punto que las ideas y las historias se parezcan a las novelas de aventuras. A mi esa rapidez para captar la profundidad y a la vez la levedad de las historias me recordaba al estilo de Jorge Luis Borges, tan presente en esa propia novela famosa: Borges escribía riendo y preguntando; tan ausente como Borges de la pedantería, Eco se reía de la sombra de los satisfechos y se reía de sí mismo. Escribía con la velocidad y la inteligencia del sabio de Maipú, utilizó el periodismo para fustigar a los malvados y a los corruptos y en su último libro, "Número cero" (del que escribí en EL DÍA cuando apareció), nos avisó a los periodistas de la maldad de las redes sociales, que estaban sirviendo para sustituir al periodismo malo haciéndose pasar por reflejos del periodismo de siempre.

Ese libro, "Número cero", fue su último aviso; siempre fue crítico con el periodismo en su país, que tanto se parece al nuestro; en este caso, fustigaba sobre todo a Berlusconi y a su modo de manipular los medios de comunicación. En el trasunto de su invención, un potentado pone en marcha un periódico que sólo amenaza, pero no se publica; utiliza el medio que supuestamente va a nacer para chantajear a sus enemigos, reales o potenciales, y tiene a un equipo de periodistas paranoicos y desgarrados buscando historias morbosas de las posibles víctimas del diario que jamás va a ser publicado.

Era una sátira, sin duda, pero era también su modo de alertar al oficio de lo que ya había pasado, seguía pasando y pasaría aún más. Si ahora hacemos recuento de lo que hacen Twitter y los otros disfraces que adopta el periodismo malo, de los insultos, las medias verdades y las mentiras absolutas, veremos que aquella exageración parabólica de Umberto Eco no era tan solo un aviso, sino una constatación del inframundo en el que estamos metiendo a un oficio al que algunas veces tuvimos como un instrumento vital de la democracia. Ahora es, también, un instrumento letal para acabar con la democracia.

Umberto Eco era un sabio, ahí delante tengo esos libros que lo atestiguan. Y era un sabio con la mirada distraída, todo le interesaba, nada le era ajeno, y siempre estaba en pie de combate o de risa. En este "Diario mínimo 2" que tengo delante y que ahora he abierto por azar hay una entrada que titula "El descubrimiento de América", ¡y ahí en primer plano está el mar ante el que escribo, el mar de las Canarias, por donde va circulando, en la ficción divertidísima de Eco, el almirante Cristóbal Colón! Abras por donde abras la obra abierta de Umberto Eco hallarás algo que te atañe, pues era un sabio que tocó todo lo que a ti te puede interesar, seas quien seas, estés donde estés; sepas lo que sepas Eco siempre sabrá más.

Me han preguntado si era pedante, ya que sabía tanto. Todo lo contrario. Era lo contrario de un pedante. Un día le preguntaron al ver su increíble biblioteca si había leído todos esos libros. Él respondió: "Sí, pero sólo una vez". Tenía la alegría de seguir sabiendo.