La protagonista de este cuento, de nombre geográfico con reminiscencias asiáticas de pasión turca, creyó ver a lo lejos una lámpara mágica que podía tener aprisionado en su interior al genio de siempre: el inefable Aladino al que pedirle tres deseos a cambio del favor de descorchar el recipiente para devolverle la libertad.

La prudente Anatolia se aproximaba lentamente hacia el hallazgo mientras calculaba los tres deseos que le pediría al muñeco de humo apenas asomase su turbante por el gollete recién destapado.

No seré avariciosa -meditaba al compás de sus pasos-, pues aparte de que no llevo un saco para llenarlo de tesoros, todo el mundo sabe que el exceso de peso rompería el fondo como castigo al pecado de avaricia. Le pediré cosas que no pesen, que pueda llevar sin esfuerzo pero que sean motivo de alegría y me proporcionen mucha felicidad.

Por ejemplo, se me ocurre pedirle -ella continuaba con sus reflexiones-, como me estoy haciendo algo mayor, que me rejuvenezca hasta la mitad de la edad que ahora tengo... Pero sería una tontería, porque saldría perdiendo, pues me gusto más ahora que entonces. Hasta mi chico coincide en lo del buen vino aplicado a mi físico y a mi química. Aparte de que tal vez supondría menguar todo lo que tengo ahora para regresar a un pasado menos gratificante. ¡Descartado!

Otra opción: podría pedirle un boleto de euromillones que saliese premiado la próxima semana. Claro, que eso sería el equivalente a la rotura del saco a causa de la avaricia. Aunque dedicaría la mayor parte de mi fortuna a resolver los problemas humanitarios que tanto me afectan de cerca, me daría miedo disponer de un premio fraudulento como tantos décimos blanqueadores de pasta corrupta en manos de algunos políticos desaprensivos. Podría perder gran parte de la satisfacción que siento por mi vida actual, de la que ya me siento plenamente afortunada. ¡Fuera tonterías!

Tampoco sería demasiado inteligente pedir un "príncipe azul", entre otras cosas porque ya tengo uno en casa y, además, a este no tengo que cargarlo en el saco. Un verdadero problema por razones de peso y de cierto volumen fofisano.

El itinerario de aproximación terminó con sus cavilaciones a la distancia en que Anatolia ya pudo distinguir que la lámpara no era tal, sino un bolso de señora aparentemente abandonado en un banco solitario.

La fantasía de las mil y una noches se convirtió en motivo de inquietud por no conocer el contenido del adminículo. ¿Sería algo peligroso, como se nos ha informado a los ciudadanos, que, como medida de seguridad, en estos casos no se toque nada y se llame a la policía? Así lo hizo Anatolia desde su loable sentido de la responsabilidad, y llamó al 092 para informar.

Al otro lado del hilo (no, perdón, sin hilo porque desde el móvil se funciona vía satélite), una voz cavernosa que parecía salida del doblaje de una película de miedo, la conminó a que abriera el bolso para saber qué contenía.

-¿Cómo voy a abrirlo?... ¡Es un riesgo...!

-¡Ah! ¡Se niega usted a colaborar!

Y ¡zasca!... Le colgó.

Anatolia, que sufrió un intenso impacto emocional por el maltrato telefónico, vio recompensado su espíritu de colaboración al encontrar, a los pocos minutos y unos metros más allá, una patrulla de la Policía Nacional en una furgoneta, a la que paró para informar lo del bolso abandonado. Y estos, sí; como buenos profesionales salieron disparados para proteger a la población.

Y colorín colorado, la dulce Anatolia se quedó sin saber de quién era aquel bolso, por qué estaba abandonado, qué tenía dentro y cómo resolvieron los diligentes agentes el posible problema. Hubiera sido más entretenido lo de la lámpara maravillosa, pero misterio por misterio, mejor que no pasase nada.