Un hombre, un voto, es el eslogan utilizado en la mayor parte de los países del mundo para referirse al axioma del sufragio universal, que implica que todo hombre tiene derecho a votar. En Estados Unidos se usó también para interpretar -en un importante dictamen legal de 1964- la aplicación de la cláusula de la Constitución que determina que no sólo se trata de que todos los hombres tengan derecho a votar, sino que todos los votos valgan más o menos lo mismo. Sin embargo, no hay ningún sistema político en todo el mundo en el que ocurra tal cosa. En EEUU, a pesar del fallo del Tribunal Supremo de 1964, el demócrata Al Gore ganó las elecciones presidenciales de 2000, superando a Bush -después del polémico recuento de Florida- en voto popular, pero Bush se convirtió en presidente, porque el voto de los estados más conservadores y menos poblados pesa más en la elección presidencial que el de los más progresistas y populosos. Y no era la primera vez que pasaba. La determinación de quién será el presidente depende de los votos del colegio electoral, no de quién obtiene el mayor número de votos populares en el país. Hasta en cuatro ocasiones (en las presidenciales de 1824, 1876, 1888 y 2000) el candidato que obtuvo el mayor número de votos populares no consiguió la mayoría de votos electorales ni, por tanto, su elección como inquilino de la Casa Blanca. Este tipo de desfase en la representación se produce en casi todas partes: hace un par de legislaturas, los verdes británicos lograron el diez por ciento de los votos del país pero ningún escaño, porque en Reino Unido funciona un sistema mayoritario de distritos unipersonales. En Francia, el presidente Mitterrand quiso acabar con el sistema de segunda vuelta y planteó el sistema proporcional, con lo que el Frente Nacional de Jean Marie Le Pen convirtió su 10 por ciento en 35 escaños en la Asamblea. En la legislatura siguiente, Chirac reestableció el sistema mayoritario a dos vueltas, consiguiendo que los 4 millones de votos de Le Pen se quedaran en apenas un diputado.

En España, tampoco el voto de todos los españoles vale igual. En diciembre pasado, el millón de votantes de Izquierda Unida sólo sumó dos diputados. Con cinco millones de votos, Podemos y sus confluencias lograron 63. Eso ocurre no sólo por la aplicación de la Ley d''Hont, que favorece a los grupos más votados, sino porque un escaño al Congreso por Cuenca, Álava o Teruel cuesta 20.000 votos, mientras que uno de Vizcaya sale por 90.000 y uno de Madrid o Barcelona por alrededor de 110.000. Y eso sin contar el Senado, donde un senador por El Hierro vale mil votos, uno por Soria cuesta 15.000, y uno por Madrid puede salir un millón. Más ejemplos: con 350.000 votos el PNV llegó a tener 7 escaños en las elecciones de 1979, cuando Unión Nacional sólo consiguió, con 30.000 votos más que los vascos, colocar a uno: el fascista Blas Piñar. ¿Y qué hacemos en Canarias? Aquí las diferencias poblaciones son muy acusadas. Si todos los votos valieran lo mismo, para que El Hierro mantuviera sus tres diputados, haría falta un Parlamento de 621 diputados. Con el Parlamento actual de sesenta, El Hierro y La Gomera no podrían tener representación, La Palma solo dos diputados, Fuerteventura tres, Lanzarote cuatro y los otros 51 serían 26 para Tenerife y 25 para Gran Canaria. ¿Sería viable esta región si cada voto valiera exactamente lo mismo?