Ni con mil ratones se hace un camello, ni con mil mentiras se construye una verdad. Eso dice un viejo proverbio árabe. Pero en nuestro mediático mundo, el hecho de repetir mil veces una falsedad suele construir un halo de veracidad en torno a la ficción.

Desde hace décadas venimos escuchando, como una especie de mantra, voces que alertan del impacto del turismo sobre el medio ambiente. La realidad es que la actividad turística apenas ocupa un cuatro por ciento del suelo de las islas. Y que el uso de ese suelo supone más de una cuarta parte del PIB de Canarias y da empleo directo e indirecto a decenas de miles de personas.

Como el turismo no es un compartimento estanco, es cierto que en el éxito del sector intervienen también otros muchos elementos, como las bellezas naturales, el valor paisajístico de la agricultura o la integridad de nuestras costas. Pero la peor forma de engañarnos es cerrar los ojos a la realidad. El mayor daño al territorio lo ha producido la ocupación de las medianías por una edificación incontrolada; miles de viviendas que han trepado por las laderas creando un paisaje caótico que sigue casi en paralelo las grandes vías de comunicación insular. No hay más que ir por la isla con los ojos abiertos mirando del mar hacia la cumbre para darse de narices con esa realidad.

El Gobierno de Canarias quiere simplificar la maraña normativa que regula la calificación y los usos del suelo en la islas. Inmediatamente, se han levantado las escopetas apuntando a los salvajes especuladores inmobiliarios del sector turístico, advirtiendo que no se va a permitir que exista "barra libre" para quienes quieren seguir depredando solares para levantar hoteles y apartamentos turísticos. Los defensores de la planificación central se alarman ante una posible pérdida de poder de la COTMAC en favor de los cabildos y ayuntamientos, que les parecen "poco fiables" a la hora de controlar el planeamiento.

Es conveniente recordar que las diversas regulaciones del uso del suelo turístico no congelaron el crecimiento del sector, sólo favorecieron a los grandes promotores frente a los pequeños. La intervención de los poderes públicos en el motor de la economía canaria no eliminó la discrecionalidad, sino que, muy al contrario, la instaló con rango legal. Y mientras tanto, las casas de los votantes se seguían esparciendo por las islas como si alguien que las llevase en una bandeja hubiese tropezado.

El poder de las administraciones debe ser arbitral: establecer unas reglas de juego claras en las que todo el mundo pueda operar con igualdad de oportunidades. Si de verdad se quiere actuar contra el abuso del uso del suelo, el problema no está tanto en el crecimiento del turismo como en la expansión incontrolada de los núcleos urbanos. Pero, previsiblemente, el debate de la futura ley volverá a girar en torno al suelo que se dedica a un sector de la economía que mueve trece mil millones de euros cada año. Tal vez sea por eso que tantos tienen tanto interés en que la sartén tenga un solo mango.