Noventa minutos dedicó el candidato Sánchez a pedir en todos los registros conocidos que los padres de la patria -entre los que él es ahora el que cuenta con más apoyos entre Sus Señorías- le permitan iniciar la andadura de un nuevo cambio. Noventa minutos explicando lo que quiere hacer y cómo se hace, cómo se construye una nación más moderna, más igualitaria, más solidaria, más decente, más ilusionada, desde la ausencia de cualquier mayoría. Noventa minutos desgranados con la soberbia entusiasta de sus 44 años bien puestos, para dirigirse al país (pero sobre todo a ese país que prefirió dejarle y votar a Pablo Iglesias y sus mareas), para explicar que es posible hacerlo, que es una obligación hacerlo, que es conveniente que le dejen hacerlo, y que siempre será mejor un gobierno mezclado y sin anclajes, un gobierno sin hipotecas y por demostrar, que un día más de Rajoy instalado en La Moncloa.

Se presentó el candidato Sánchez como el único candidato posible, el único que puede evitar otra campaña electoral, ahora de esas que carga el diablo, el único que puede evitar la parálisis del poder y el letargo cansino de ese señor registrador de la propiedad metido a presidente porque Aznar así lo quiso. El único candidato capaz de sobrevivir al escrutinio tibio de los indecisos, de soportar el recuento brutal de los rechazos. Este es Pedro Sánchez, vino a decirnos Pedro Sánchez, agigantado por momentos en un discurso en directo ajeno a los trucos de la tele, las mentiras recurrentes de las redes o la propaganda cruzada de sus amigos y enemigos en el PSOE. Este soy yo, Pedro Sánchez, la amarradera que le queda al hastío ciudadano, el último tren hacia el centro, el antídoto posible a la modorra de la derecha y la revolución de los círculos y los soviets.

Hubo un momento del discurso, con el candidato subido a los zancos de su propia autoestima, que casi me lo creo todo a pies juntillas. Por un instante me apunto al bombardeo de palabras, a la ausencia de autocrítica y las promesas de una sociedad que cambiará por ensalmo, con un chasquear de dedos, solo porque sale uno y entra otro. Pero luego, entre la foto fija de Rajoy sudando tinta por la censura explícita a todo su legado y a él mismo como persona, arrepentido casi seguro de no haber tenido el valor de ser él el derrotado en primera instancia... entre esa foto y la mirada vigilante de Rivera, controlando con precisión cronométrica todas y cada una de las palabras y las frases y las ideas simples o complejas de su candidato gemelo... entre la foto de Rajoy y la mirada de Rivera y la barbilla alzada del politólogo Iglesias, convencido de que la Historia solo la construye su política, furioso por no estar él allí subido en la tribuna anunciando la creación del Ministerio de los Nuevos Tiempos y la Secretaría de Estado de Todos los secretos... entre todas esas fotos, miradas y barbillas rampantes, caigo en la cuenta de que no me creo el discurso de cambio del candidato crecido sobre su labia, ni me creo ninguna otra de las cosas que he de escuchar hoy, porque he vivido esto de tantas formas distintas antes, varias veces, subido en los gastados zapatos de mis muchos/algunos años. Pero me quedo con la última frase: "Estamos obligados a mezclarnos". Pena que no sea cierto.