Andaba dándole vueltas a la cabeza de cómo denominar a lo que está sucediendo en la política española cuando me vino la palabra "batiburrillo"; me encanta; pero aún me gustan más los sinónimos que de ella se pueden derivar: mezcla, revoltijo, embarullamiento, mezcolanza, embrollo, cóctel, popurrí, revoltillo, amasijo, desorden, frangollo, ensalada...; en definitiva, un guirigay patético y lastimoso.

No tendría mayor importancia si el ridículo y la falta de dignidad política de muchos de nuestros actuales representantes no repercutieran en nuestra imagen colectiva y, sobre todo, si no influyera de forma alarmante en nuestro devenir cotidiano e inmediatamente futuro. Estamos hablando de que nos han convocado a unas elecciones para elegir a una serie de diputados y senadores, quienes, a su vez, deben, deberían, ponerse de acuerdo para, teniendo en cuenta la defensa del interés general y el bien de nuestro reino, elegir a una administración estable que sepa gobernar para todos los españoles con políticas eficaces y realistas.

Pero esto que parece tan sencillo se complica cuando aparecen los egos, los intereses personales y de partido, las ideologías y el sectarismo más rancio, el navajeo y la mala educación, la bronca y el desacuerdo, la interpretación de los votos y lo que resulta de sumarlos o restarlos a un extremo u a otro del espectro político, el revanchismo y la venganza guerracivilista, la chulería, el victimismo y el chantaje, la rabia desmedida, la ira y el insulto envueltos en el peor de los desprecios más propios de una lucha asamblearia y/o populista, los recuerdos y el odio soterrados, la corrupción y el tú más, el divismo y el postureo, la afrenta a las personas y a las instituciones, el anticlericalismo y la política de trincheras...

Y aún dicen los expertos que los ciudadanos han votado y que estos nunca se equivocan; pero la cuestión es que ahora estamos mal, pero si volvemos a repetir unas nuevas elecciones -que todo indica que se va por ese camino-, las encuestas auguran un panorama tan desolador o peor que el actual; por lo que no sería descabellado asegurar que la capacidad de errar de los españoles es solo comparable con su incapacidad de olvidar que ser de izquierdas o de derechas tan sólo debería implicar llevar a cabo unas u otras políticas económicas y sociales, pero nunca una posición intransigente de enemistad duradera y hereditaria.

Es lo que tiene cuando se anda en pañales democráticos y se arrastra el complejo bipartidista que otros países lucen con orgullo desde hace siglos y siguen en su lucha como si nada. Es lo que sucede cuando quien gana unas elecciones se siente culpable y avergonzado, con remordimientos autodestructivos y lágrimas desmoralizantes que empapan y cubren cualquier defensa ideológica que se pueda hacer frente a la supremacía moral de unos perdedores que, amparados en su pasado -sea este el que fuere-, deciden unirse para imponer su razón y su propia verdad, que casi siempre pasa por la derogación y la purga del contrario.

Pero lo que es incuestionable es que mientras los políticos se enzarzan en seguir discutiendo el sexo de los ángeles, la Comisión Europea alerta del riesgo que presenta para nuestra economía esta situación de inestabilidad e incertidumbre, ya que el próximo Gobierno que se forme en España tendrá que tomar medidas para asegurar que el déficit público se reduzca por debajo del 3% del PIB este año, siguiendo el calendario pactado. Y cualquier cambio -para peor- que se haga en materia económica o laboral o un incremento desmedido del gasto público solo nos acarrearía problemas y volver al peor de los escenarios posibles. ¡Que Dios nos coja confesados!

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