Político. Riesgo evitable, porque con muy poco funciona un país; suficiente que los elegidos actúen con responsabilidad y erradicar las conductas inadecuadas. Hay quien sostiene que la ausencia de Gobierno o su interinidad favorecen la economía y el libre albedrío, riesgo cero. Y podría ser; esta semana vivimos con cierto alivio la tregua en el estéril debate parlamentario y comprobamos cómo cada día que pasa la política suscita menos interés. Menos leyes, menos trabas, menos efectos perversos de las buenas intenciones. Aunque lo propio sería que el riesgo político fuera estratégico, medido, en búsqueda de una oportunidad, pero riesgo a fin de cuentas: decisiones valientes que pudieran dar lugar incluso a resultados adversos. Pero no, ni siquiera se sopesan las propuestas ni se someten al pertinente análisis de escenarios, incluidos los más pesimistas. Como vemos, solo se negocia su encaje ideológico, que es emocional, nada racional. Alguien podría considerar la acción política como riesgo externo, incontrolable, como la calima africana, que nos afecta a todos sin discriminar, obligados a sobrellevarla con dignidad. Pero tampoco, que trabajen más y que empleen método: negociar política no solo persigue alcanzar un acuerdo, sino que aquello que se pacte sirva para algo.

Futuro. Hay quienes se empeñan en predecir el futuro, esfuerzo vano. Resulta mucho más productivo y menos melancólico tener pensado qué hacer en caso de contingencia. Improvisar es de artistas con especial talento; para todo lo demás, esfuerzo, dedicación y enfoque.

Económico. El futuro es inescrutable pero da pistas. Todavía hay quien se resiste a aceptar que la economía se mueve en ciclos, una certeza despreciada por muchos que dirigen empresas o invierten sus ahorros. Los primeros porque dimensionan el negocio acoplados a las oscilaciones del mercado sin ejercer las funciones propias de su cargo, dimensionar para el ejercicio promedio sería lo correcto, ni exprimir la última oportunidad en periodos de bonanza ni desmontar la estructura cuando llega la crisis. Los segundos, quienes gestionan sus activos, insensatos, materializan pérdidas al vender cuando baja el valor de sus acciones en bolsa o se desprenden de propiedades inmobiliarias cuando el mercado toca mínimos históricos. Invertir en época de vacas flacas fue sin duda la mejor recomendación del profesor Ariño, que nos hablaba de estas cosas arriesgadas. Hay que prepararse, claro; el ciclo económico es un riesgo cierto, y aunque nadie aplauda a quien intenta minimizar sus efectos, otra cosa es aprovecharse de ellos. Puede que Ariño, en plan subliminal, nos vendiera, en analogía, política keynesina pensada para luchar contra el ciclo.

Social. Quisiéramos que fuera un riesgo externo fruto de la coyuntura y de las ineficiencias del mercado pero no; la actual situación social obedece a una nefasta política de incentivos. Porque la administración pública se erige como responsable del bienestar de los ciudadanos; no solo cómo prestaría de servicios básicos, sino como única tabla de salvación, clientelismo o buena voluntad mal entendida. Riesgo evitable porque todos actuamos de encubridores de conductas que abusan del sistema, de la economía sumergida en minúsculas, de los pequeños fraudes cotidianos. Me he quedado solo en la denuncia, lo sé. En algún momento alguien se percatará de que ahí está el dinero que falta para mantener el sistema.

En las organizaciones. Hay riesgo de perder el enfoque y pensar que seremos capaces de alcanzar objetivos sin esforzarnos en ser útiles para usuarios o clientes. Hay riesgo de frustración en el equipo si no nos empeñamos en transmitir ese fin elevado que justifica su esfuerzo, la misión. Conseguir, por ejemplo, que quien limpia en un colegio, trabajo ingrato, entienda que contribuye a la educación de nuestros hijos.

Vaya logro.

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