La venganza de Daesh no se ha hecho esperar: la detención del cabecilla y cerebro de los atentados de París por la Policía belga requería de una respuesta, y esta han sido los atentados en el corazón de la capital de Europa. Nuevamente, la primera impresión es la de que las Democracias no son capaces de prevenir y evitar las acciones del terrorismo internacional. Después de los atentados, después de los muertos inútiles, los heridos y los estragos contra los bienes y la confianza pública, las Democracias pueden investigar, perseguir, detener y juzgar, y es frecuente que en ese trabajo, gracias a las nuevas tecnologías, a las grabaciones de televisión, a los gps, se consigan resultados. Pero no es posible tener vigilados y controlados a todos los potenciales terroristas. El discurso de la demagogia xenófoba los señala como perfectamente identificables, convirtiendo a millones de personas de otras etnias o religiones o nacionalidades en sospechosos preferentes. Pero ese perfil no se ajusta a la realidad: muchos de los identificados o detenidos como responsables de las acciones terroristas de Nueva York, Londres, Madrid, París y ahora Bruselas, no responden en absoluto a un perfil prefabricado. La mayor parte son jóvenes nihilistas y desahuciados, perfectamente confundibles con los jóvenes sin ocupación ni futuro que pueblan nuestras ciudades.

Frente a la impunidad con la que se perpetran las acciones terroristas, se producen reacciones irracionales. Desde la reclamación de más seguridad, más medios policiales, más respuesta militar, a la petición imposible de regreso a las autarquías nacionales, de cierre de las fronteras a todo el que sea diferente, o de guerras globales contra el terror, con ejércitos que ocupen lejanos valles y montañas. Pero todo eso son mentiras de políticos y traficantes de certezas: el terrorismo no va a acabar con más gasto en seguridad, más controles en aeropuertos y fronteras, ni renunciando a nuestras libertades, ni metiéndonos a los que no somos terroristas en una cárcel de controles y vigilancias sin cuento. El terrorismo no va a acabar por desplegar los ejércitos del mundo civilizado en los territorios donde se alienta el terror, no concluirá con bombardeos selectivos, uso de drones o más dinero para la CIA. Tampoco va a terminarse con más cultura, más educación o más decencia pública. La única verdad es que no hay recetas para acabar definitivamente con el terrorismo. Se ha convertido en una forma de guerra, propaganda y dominio, y no va a desaparecer. Hay que asumirlo y combatirlo, como se asumen y combaten otros delitos: con prevención, propaganda, policía y justicia. Aislándolo cuando se pueda, secando sus fuentes de financiación, destruyendo sus bases militares, sancionando ejemplarmente a sus cómplices políticos. Pero aun así, no se va a acabar definitivamente con él, mientras haya gente dispuesta a morir matando. Y de ese material, esta humanidad enferma anda sobrada.

Por eso, la única concesión que no puede hacerse al combate contra el terrorismo es la renuncia a la libertad y su manifestación más cotidiana, que es la normalidad. El espectáculo del Parlamento Europeo desalojado en Bruselas, los transportes ciudadanos paralizados y el país detenido es el espectáculo que quieren los terroristas, que alimenta al terror y a quienes se benefician de él.

Es mentira que se pueda acabar con el terrorismo, como no se puede acabar con la violencia machista, con los accidentes aéreos o con las catástrofes naturales. Lo que sí se puede es no ceder al miedo, reaccionar al terror con sensatez, defendernos sin perder lo que de verdad nos define, impedir que el terror nos gane la partida.