Mientras muchas personas se preparan para protagonizar los actos litúrgicos de la Semana Santa, en la que algunos/as dan rienda suelta a sus poderes sociales o económicos, ostentando aditamentos y actitudes reñidas con la austeridad del ceremonial del calendario católico; otros habrán hecho las maletas para evadirse de la rutina laboral por unos días, solos o en compañía familiar. Su meta, acorde con su peculio, les permitirá traspasar los límites de la Isla o pernoctar en cualquier lugar turístico de ella en diferentes categorías habitacionales. Las creencias personales suelen matizarse a veces con estas estancias en común donde también, pese a estar ajenas al ceremonial del credo religioso, sirven para que la propia familia, separada habitualmente por sus múltiples obligaciones generacionales, se reúna y aprenda a convivir y conocerse mejor durante unos días.

Descartadas estas opciones más favorecidas, continuaremos con las referidas a otras familias en paro laboral permanente; pensionistas dependientes o enfermos, y hasta los más pobres o mendigos de solemnidad que rebuscan o esperan el contenedor de productos caducados del supermercado o gran superficie, para repartirse su contenido. Protagonismo a interpretar necesitado de dos requisitos: el hambre física y la parálisis temporal de la dignidad, capaz de erradicar el "qué dirán" de un sector social maledicente que disfruta con la contemplación de estos desesperados menesteres, forzados por la precariedad tangible y la exposición de sus miserias.

Un ejemplo reciente lo hemos visto protagonizado por Fatma, Kraterine, Nagie, María, Jumaje y Sevilan, seis mujeres rumanas de edades comprendidas entre los 40 y 19 años que han sido humilladas en público por unos golfos partidarios de un equipo de fútbol holandés. Obligándolas a hacer flexiones sin recato alguno en la Plaza Mayor madrileña, ante la mirada de cientos de transeúntes, mientras les tiraban calderilla al suelo para que la recogieran a cuatro patas. Esclavas de una mafia que explota su mendicidad, son engañadas en su país de origen con las mismas promesas que las que arguyen para esa otra lacra del tráfico sexual. De este modo son vejadas de forma cotidiana, siendo únicamente visibles cuando en algunas personas surge el sentimiento de compasión ante la flagrante degradación pública. Una ofensa que las víctimas aceptan complacidas, habida cuenta del inusual acopio de limosnas obtenido, que les permite ayudar a sus familias y pagarles a sus explotadores el precio de su indignidad.

Aunque parezca increíble, sólo con frecuentar las zonas concurridas de la Isla, en la antesala del puerto capitalino o en cualquier concentración urbana, podremos verlas ejercer su oficio, o cometer hurtos a los transeúntes que abordan en su cotidiano limosneo. Yo mismo he sido testigo de estas incidencias en un mercado de Las Chafiras, y otro en el rastrillo dominical de Guargacho, ante la ausencia absoluta de vigilancia policial. Tratar de erradicar estas prácticas combatiendo a las redes responsables es sólo la punta del iceberg de la triste progresión de la desigualdad. Una desigualdad que ahora casi nadie quiere ver, pero en la que millones de refugiados, con sus familias a cuestas, tratan de introducirse en Europa a través de sus fronteras naturales, mientras sobreviven en campamentos anegados por la lluvia y el fango entre Grecia y Macedonia, ante la mirada indiferente de los Estados miembros, que acuerdan indemnizar a Turquía para que acoja a los miles que ellos desprecian. No nos extrañemos, por tanto, que unos gamberros escenifiquen estas humillaciones en público con unas mujeres que han tenido que prescindir de su dignidad para sobrevivir, y que justo hoy, jueves, como contrasentido lo nominemos Día del Amor Fraterno.

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