hace algo más de una semana, el Tribunal de Cuentas archivó un procedimiento abierto contra el alcalde de Tacoronte a iniciativa de la responsable del PP en el municipio, la concejal Teresa Barroso. El archivo de la denuncia se produjo tras examinar el Ministerio Fiscal el escrito de la denunciante, en el que se atribuían al alcalde distintas irregularidades que habrían supuesto perjuicio contra los bienes públicos, y estimar el fiscal que los hechos descritos no constituyen delito. El alcalde, por supuesto, celebró la decisión de la Fiscalía, asegurando que se demostraba que la denuncia de la concejala del PP no se sostiene y había perseguido un objetivo exclusivamente electoral. Puede que lo segundo sea cierto, por desgracia, en política es cada vez más frecuente recurrir a acusaciones cruzadas sobre la honorabilidad de cada cual, pero lo que no es verdad es que el caso se haya desfondado. En absoluto: Dávila sigue imputado (ahora se dice investigado) en causa penal abierta por el Juzgado de Instrucción Número 4 de La Laguna. La magistrada Ana Serrano-Jover, a raíz de la querella presentada por la concejal Barroso y otra posterior de la interventora municipal, considera que hay indicios de delitos de cohecho, prevaricación administrativa y tráfico de influencias en diferentes actuaciones del alcalde, como el pago de sobresueldos sin justificar a cargos de la máxima confianza del alcalde -su secretaria y el jefe de la Policía Local-, así como algunas contrataciones realizadas de forma poco clara a empresas que podrían estar vinculadas con Coalición en el municipio. La querella de la interventora recuerda que puso de manifiesto hasta 194 reparos que el actual alcalde se pasó sistemáticamente por el refajo, levantándolos sin dar cuenta al pleno.

Pero ninguna de esas prácticas, ni siquiera el hecho de que Dávila esté imputado por ellas, sería muy diferente a lo que les pasa a centenares de alcaldes que ejercen su poder con cierta ligereza: hace años que creo que lo que al final realmente importa no es si los regidores públicos se equivocan o prevarican inintencionadamente, por desconocimiento o soberbia, sino si meten la mano en la lata del gofio para su beneficio o el de sus amigos. No se trata de no pasar factura por lo que se hace mal, sino de establecer un rasero moral diferente para las alcaldadas y el puro y duro latrocinio. Por eso, personalmente, y mientras no se demuestre lo contrario, Dávila tiene para mí el beneficio de la duda, la presunción de inocencia común a todos: a él y también a quienes le han denunciado.

Lo que me preocupa hoy -cuando el procedimiento sigue abierto- son sus gestos autoritarios y sus recurrentes amenazas en tono tabernario a todo el que le cuestiona. Ha dicho Dávila que va a sacar a Barroso de la política, ha amenazado a la antigua interventora y mantiene la actitud de alguien que se cree intocable. Por supuesto que todo el mundo tiene derecho a preservar y defender su imagen pública, pero no a amenazar con lenguaje mafioso a adversarios políticos o a quienes les dan pábulo. Es inaceptable que Dávila pretenda poder decidir quién va a seguir y quién no en la política tacorontera, qué es lo que se puede decir sobre él y qué no, o que pierda los papeles con los periodistas que intentan hacer su trabajo. Sobre todo cuando uno sigue imputado, y ese es el hecho que Dávila no puede negar.

Un poco más de humildad, un poco menos de soberbia altanería, seguramente harían más por su imagen que todas las nerviosas amenazas y exabruptos de estos días.