Esta Semana Santa ha sido una semana de dolor y penitencia más intensa que la de otros años si cabe; tal vez porque durante este martes, que tradicionalmente anuncia el drama que está a punto de suceder y que suele concluir el viernes con la crucifixión de nuestro Señor, se anticipó para espanto, sufrimiento y escarnio de miles de ciudadanos que, ingenua y tranquilamente, desarrollaban sus vidas -esta vez en un aeropuerto y en el metro de Bruselas-, sin pensar que un acto vil y cobarde, como es el de asesinar y herir a personas inocentes de forma indiscriminada en nombre de no se sabe muy bien qué Dios o qué profeta, podría truncar sus vidas y las de sus familias.

Este terrorismo que nos invade sin ser invadidos -ya que la mayoría de los asesinos son nacidos en suelo europeo y viven, por tanto, entre nosotros- está en la base de una guerra desigual que se mantiene entre dos civilizaciones, dos culturas, dos formas de entender la vida y la libertad; y, cómo no, de interpretar lo que cada Dios les indica que han de hacer para alcanzar la felicidad eterna; profanando de camino su nombre, su ejemplo y su palabra.

Pero mientras unos, los que mueren y son heridos, viven en una sociedad democrática que practica el humanismo y la defensa de los derechos humanos, poniendo incluso la otra mejilla (o como diría el cursi más peligroso de Europa, Pablo Iglesias, "ofreciéndoles miradas de amor", por tal de no aparentar enojo, desilusión, cabreo, incomprensión e impotencia), resulta que los otros, los asesinos, siguen rompiendo no una, sino las dos mejillas practicando el tiro y la bomba.

Y mientras esto sucede, la sociedad europea sigue sin comprender por qué sigue sufriendo y desangrándose a cuentagotas si ellos se niegan a que sus hijos intervengan directamente, pie a tierra, en una guerra que no terminan de entender ni de valorar en sus justos términos. No comprenden que si ellos siguen formando parte de una sociedad indiferente, lanar, conformista y anestesiada -moral e intelectualmente cobarde y claudicante-, que tan sólo ansía la paz duradera, rechazando toda ayuda y autodefensa, los terroristas-asesinos sigan golpeándolos desde una certeza irradiada de un fanatismo ideológico incomprensible para la mayoría de sus víctimas.

Europa necesita más Europa. No sólo de economía y mercado viven los pueblos libres, al menos no durante mucho tiempo; también es necesaria la cohesión, el compromiso, la defensa de unos determinados valores y principios éticos y morales, así como unas leyes unitarias que simplifiquen y ayuden al desarrollo de la vida cotidiana; que sirvan para la defensa a ultranza de un modo de vida donde la competencia, la eficacia y la coordinación estén dirigidas a facilitar al ciudadano el desarrollo pleno de su compromiso, trabajo, esfuerzo y libertad, además de una administración que no hunda sus raíces en una burocracia babeliana, sino que sirva para cohesionar y facilitar la vida de sus ciudadanos.

Esta guerra desigual la ganarán los asesinos en el momento en que sus víctimas -y víctimas al menos potenciales son todos los que no profesan su ideología fanática e integrista-, cegados por el miedo, comiencen a sentirse culpables de su propia desgracia. Se debe comprender que ya no se trata de una guerra territorial, sino global, donde la muerte te puede sorprender comprando una simple barra de pan por el mero hecho de no pensar ni vivir como viven ellos.

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