Hay gente que colecciona sellos o monedas o relojes viejos o piedras de colores. Yo llevo coleccionando discursos parlamentarios desde diciembre de 1982, cuando Jerónimo Saavedra pronunció el primero de los que ofrecería en el Parlamento de Canarias, como primer presidente de la Autonomía. Después de aquél y en todos estos años, he escuchado discursos de todo tipo: espléndidos discursos del abogado democristiano César Llorens, de Antonio González Viéitez, Oswaldo Brito o Román Rodríguez, probablemente los mejores oradores que han pasado por Teobaldo Power; o discursos confusos como los de Antonio Castro; discursos aburridos pero intensos y sinceros como los de Adán Martín o Augusto Brito; discursos atropellados, provocadores y divertidos como los del taimado leguleyo Lorenzo Olarte; pedagógicos como los del maestro en excedencia Juan Carlos Alemán; discursos poderosos y agresivos hasta rozar el insulto, como los de Fernando Fernández antes de ser presidente o los de Juan Fernando López Aguilar cuando intentaba sobreponerse al vuelo gallináceo de las palabras de los otros; discursos con chiste dentro, como los de Loli Palliser, o con chiste fuera, como los de Manuel Álvarez de la Rosa; discursos interminables como los de Paulino Rivero; vivarachos como los de Tomás Padrón, sicalípticos como los de Pedro Quevedo, chapuceros, como los de Juan Alberto Martín... y muchos discursos más, pomposos, sutiles, serenos, sensatos, iracundos, optimistas, cínicos, pretenciosos, persuasivos, ignorantes, apocalípticos, graciosos, catilinarios, tramposos, floridos, poéticos, ñoños, cabreados, zafios, musicales, bordes, rencorosos, convincentes, ilusionados, y hasta alguno atropellado e ininteligible como el primero que leyó con dificultad desde la tribuna el alcalde y diputado Domingo González Arroyo, marqués de La Oliva, el orador más torpe e histriónico que haya nunca pasado por la Cámara regional desde su fundación, y mire usted que han pasado por ella unos cuantos diputados incapaces de hacerse entender.

En treinta y cuatro años de conspicua dedicación al parlamentarismo regional, he tenido, pues, la oportunidad de escuchar discursos capaces de dormir a un insomne, discursos emocionantes, indignantes, descacharrantes, incomprensibles, aburridos y hasta magníficos. Verdaderas piezas de orfebrería oratoria, probablemente escritas por periodistas con alma de negro, fusiladores de a tanto el folio o gabinetes con vocación literaria, que manejan la precisa técnica del diserto en sede parlamentaria, un género literario que ha emborronado millones de pliegos inútiles y desechables, y alguna cuartilla sublime. En todos esos años de coleccionar discursos, a veces -muy pocas- incluso me los he creído. No me pregunten por qué, cual es la extraña y poderosa magia de la palabra que hace que un texto recitado, un texto que nace para ser descuartizado por la mitad de la Cámara justo después de ser leído, consiga enredarse en mis sesos de cínico profesional, juntaletras de oficio, amanuense de otros géneros y provocarme un instante de duda, un momento de empatía... No sé qué es lo que hace que un discurso político resulte creíble: quizá tenga que ver con la capacidad de evocar historias humanas, despertar ilusiones, proyectar sentimientos más allá de las cadenas de cifras, datos, argumentos y justificaciones. O quizá tenga que ver con el desapego, la seducción o la indolencia. Incluso con la habilidad para la mentira...

Ayer a punto estuve de creerme el discurso de Fernando Clavijo. Luego escuche los demás discursos y las réplicas del presidente y las dúplicas y contrarréplicas, y entonces -como tantos cientos de veces antes que ayer- volví a pensar que debí dedicarme a juntar sellos. O monedas, o piedras de colores.