Siempre he entendido que todo lo relacionado con la cultura debe cambiar; y si no cambiar, al menos evolucionar. Igual que ocurre en la actualidad con los medios audiovisuales, parece lógico que la pintura haya olvidado hoy día los cánones clásicos para derivar sucesivamente hacia el impresionismo, expresionismo, cubismo, fauvismo, etc.; que en la literatura se prefieran los llamados libros de evasión, pues no tiene uno la cabeza para leer a Víctor Hugo, Pérez Galdós o Balzac; que en la música, los compositores actuales se vean incapaces de emular a Beethoven, Sibelius o Falla y opten, en consecuencia, por piezas en las que privan los sonidos, no la melodía; que la escultura haya casi olvidado las representaciones figurativas en los monumentos conmemorativos para sustituirlas por el hierro y el hormigón, etc.

He dicho al principio que siempre he entendido estos cambios, pero ello no quiere decir que esté de acuerdo con algunos. Me agradan Picasso, Dalí, casi todos los "ismos" franceses, mas no entiendo la pasión que genera un lienzo con manchas rojas, blancas o negras; tampoco las explicaciones de quien pretende convencerme de que unos montones de arena extendidos en el suelo de una sala museística reflejan sin duda alguna el sentimiento del artista hacia la sublimación de la materia; por último, para no hacer esta relación muy larga, no puedo olvidar la música llamada "clásica" cuando oigo, todos juntos y sin orden ni concierto, los sonidos producidos por cuerdas o elementos de percusión; debe ser que, con la edad, mi capacidad cognitiva ha disminuido y no puedo -o no sé- llegar a esos niveles.

Sea lo que sea, lo cierto es que, como a cualquier hijo de vecino, nadie me impide opinar sobre los asuntos que me apetece hacerlo, sin temer caer en el adocenamiento y soportar las críticas de quienes me llamen ignorante. Por eso no me duele reconocer que nunca entendí el proyecto del escultor vasco Agustín de Ibarrola respecto a la montaña majorera de Tindaya. Dejando a un lado el coste de vaciar gran parte de una montaña como homenaje a la "tolerancia", siempre consideré al fallecido artista con la capacidad suficiente para reflejar ese mensaje de otra manera, sin necesidad de destrozar una montaña que siempre ha sido una referencia para los naturales de la isla.

Tampoco entendí en ningún momento el proyecto de otro gran escultor vasco, Jorge de Oteiza, que pretende pintar de diferentes colores -todos ellos llamativos- las piedras de un barranco cerca de Garafía, en La Palma, que desde el principio contó con el beneplácito de parte del gobierno insular, aunque también con el rechazo de miles de ciudadanos. El pasado año quise escribir un comentario al respecto manifestando igualmente que la idea no me parecía apropiada, pero al final no lo hice pues se me olvidó. Creí también que la opinión de los vecinos había prevalecido, pero leo con sorpresa en EL DÍA que el proyecto continúa contemplándose en los presupuestos para el año 2016, que es en concreto lo que ha motivado este artículo.

Porque si bien siempre he defendido la necesidad de que sean los técnicos -en definitiva, los que "saben"- quienes opinen cuando se suscita una cuestión importante que compete a un municipio, no creo -igual me equivoco- que los ediles del ayuntamiento mencionado sean expertos en la cuestión. Pero puestos todos a opinar, invoco mi derecho a ello y opino que pintar rocas de diferentes colores, modificar lo que la naturaleza nos ha dado -sus tonos grises, rojos, ocres...- no me parece correcto. Tampoco me lo parecería pintar el Teide de blanco en verano...