Abres libros y hallas perlas. Esta la encontré en un libro de Theodore Zeldin, filósofo británico nacido en Palestina, con quien acabo de encontrarme (de nuevo) en La Térmica, Málaga, espacio cultural insólito del que les he hablado en estas crónicas de EL DÍA. El nuevo libro de Zeldin (autor de "Historia íntima de la humanidad", del que ya había hablado con él en Córdoba) es "Los placeres ocultos de la vida", y como el anterior ha sido publicado en español por Plataforma Editorial. La frase que encontré en este libro, y con la que empecé la conversación que tuvimos este viernes en La Noche de los Libros de La Térmica, es de Fiodor Dostoievski: "Es increíble lo que un rayo de sol puede hacer en la vida de un hombre".

Dostoievski sabía de lo que hablaba, pues desde muy joven sufrió cárcel en Siberia; y sólo un prisionero, o un ermitaño, o un solitario arrojado a las olas de la incertidumbre, conoce el valor del sol. En la obra de Albert Camus, por ejemplo, que como nosotros los canarios (sobre todo los portuenses, donde el sol es como una capa de humedad que choca contra las nubes antes de posarse en la tierra) el sol tiene misteriosas resonancias humanas: ese astro es determinante para muchos azares absurdos, incluido el azar violento de la muerte. Y el sol puede ser también, lo es para mi sin duda, una noticia mayor de la vitalidad. Hasta que no hace sol, en Madrid, en Canarias, donde vaya, mi vida se manifiesta debilitada por la incertidumbre, como si no acabara de amanecer nunca. Eso me lleva a recelar del invierno y del otoño, así que empiezo a resucitar en primavera.

Cuando leí esa frase de Dostoievski me acordé de todas esas cosas; como es habitual, todo lo que leo y me impresiona, o todo lo que veo y me pone en estado de alerta, me lleva a la juventud y a la infancia, y también a los momentos más jubilosos, o más optimistas, de mi existencia. Por ejemplo, el momento más pletórico de mi vida como periodista no tuvo que ver ni con una entrevista que me hubiera satisfecho, ni con una exclusiva que pudiera haber obtenido, o con un artículo que más o menos me pudo parecer adecuado a lo que hubiera querido decir; tiene que ver con el sol y su sombra un día de verano en que llegué al periódico en el que ahora trabajo. Pero del mismo modo recuerdo días muy particulares en la Redacción de EL DÍA, cuando trabajaba allí de sol a sol, es decir del sol a la noche cerrada. Santa Cruz es una ciudad con mucho sol; como sobre Argel, la "ciudad blanca" de Camus, en verano cae a plomo, como si fuera una maldición pero también como si se tratara de un abrazo del cielo a la tierra; y en las restantes estaciones del año modula esa intensidad para favorecer un clima benigno que invita al paseo, a la reunión callejera, a la bondad y por tanto al optimismo. La ausencia de sol, la tormenta, nos ensimisma, nos predispone a los pensamientos más oscuros. Y a mi el sol me da la vitalidad que necesito para leer, para escribir, para salir, para estar con otros. Para hablar, para pensar, para discutir. El invierno me hiberna.

Así que cuando leí esa frase de Dostoievski me vinieron todas las imágenes que relacionan mi vida con el sol: el día, por ejemplo, en que abandoné una larga convalecencia, cuando aún era un niño, y mi madre me dejó salir a la calle de tierra sobre la que había caído hacía un rato un chaparrón portuense. Ya reinaba el sol, y la tierra desprendía un olor puro, casi prehistórico, y las sombras que hacía el sol sobre los chicos que jugábamos a los boliches replicaban una imagen nítida, bellísima, de nuestros movimientos.

Me imagino mi vida sin sol y no la entiendo. Por eso me pareció tan bella esa evocación de Dostoievski, que seguramente la escribió cuando de pronto se abrió sobre él el difícil cielo de Rusia.