Siempre me ha impresionado la lucha por la libertad de las personas que se han jugado la suya para conquistarla. Pero también, seguirles la pista una vez que han logrado la liberación política de sus países: ¿qué piensan, entonces, de esa libertad conquistada?

Alexander Solzhenitsyn dio a conocer al mundo el rostro infrahumano de los campos de trabajo soviéticos en su obra "Archipiélago Gulag" de 1973, en la que aparece su experiencia propia tras ocho años de internamiento por criticar a Stalin en una carta privada a un amigo. Aunque ya era famoso por ser Premio Nobel de Literatura, fue arrestado en su casa de Moscú tras la publicación de este libro, conducido a prisión y acusado de traición. Al final, no fue ejecutado, pero sí expulsado del país en 1974.

Viviendo ya en Suiza, en una entrevista de 1977 Solzhenitsyn deploraba la libertad destructiva e irresponsable de Occidente que conducía "al abismo de la decadencia humana". Y estas críticas le supusieron un trato muy duro por parte de muchos medios de comunicación, como lo narra Antonio Muñoz Molina en su libro "Todo lo que era sólido": "El trato público que la izquierda intelectual dio a Solzhenitsyn cuando vino a España recién expulsado de la Unión Soviética fue vergonzoso".

Para otro gran luchador, el checo Vaclav Havel, Occidente necesitaba una "revolución moral y existencial", pues, entre otros síntomas deletéreos, gran parte de sus ciudadanos "incluso habían renunciado a encontrar un sentido a su vida". De nuevo, como resumió Javier Tusel, la civilización de los países teóricamente libres le merecía "un juicio muy poco complaciente".

Pero algo similar ocurrió en los propios países liberados. Refiere Ana Blandiana, una poeta emblemática de la literatura rumana, destacada luchadora contra el régimen de Ceaucescu, cuya poesía fue prohibida y sus libros retirados de las bibliotecas del país, que una vez derrocado el dictador, "en las condiciones de libertad posteriores a 1989, lo más difícil de aceptar y entender fue el hecho de que la libertad de la palabra disminuyó". ¿No les parece contradictorio?

Y es que la libertad interior es una conquista personal, y no depende solo de unas condiciones políticas externas: por eso hay que aprender a cuidarla, como tesoro valioso y delicado. Lo aclara bien el filósofo español Javier Gomá: "La lucha por la liberación individual reñida por el hombre occidental durante los últimos tres siglos no ha tenido como consecuencia todavía su emancipación moral".

Esta es la clave: distinguir entre libertad política, de una parte, y libertad interior o la libertad moral que emancipa. La primera resulta muy importante, y su batalla, en nuestra sociedad ha sido ganada. Su lenguaje es el de los derechos y deberes, y el de las libertades civiles. Además, está garantizada por el Derecho y las Instituciones políticas democráticas. Pero ganar esa libertad es solo un maravilloso punto de partida para poder conquistar la propia libertad interior, la cual se puede derrochar o, incluso, arruinar como denunciaron con valentía los intelectuales citados.

La libertad que se cuida posee otro idioma: la donación, la gratuidad, la entrega, el cumplimiento del deber, la amistad (también en las relaciones profesionales -"la amistad médica" refería Laín Entralgo para hablar de la relación médico-paciente-, por ejemplo), la aspiración a la excelencia ética, la actitud de colaboración, la escucha, la capacidad de rectificar o de recomenzar, la atención...

Cuando Antoine Saint Exupéry escribió "Vuelo nocturno", recibió una carta de Andre Gide: "Le estoy reconocido, sobre todo, por evidenciar esta verdad paradójica, que es, a mi parecer, de una importancia psicológica considerable: que el hombre no encuentra la felicidad en la libertad, sino en la aceptación de un deber. Cada uno de los personajes de este libro está total y ardientemente consagrado a lo que debe hacer, a esa tarea peligrosa en cuya realización encontrará -y solo en ella- el descanso de la felicidad". O sea, en el cuidado de la libertad.

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