Si como al parecer estamos abocados a unas nuevas elecciones -cosa que se veía venir desde el minuto uno en que se conocieron los resultados y se comprobó que el Parlamento se había convertido en un conglomerado de colores, siglas, ideas y, sobre todo, postureo-, es cuestión de plantearse si a la hora de volver a depositar el voto es necesario repetir, con el gasto económico y de tiempo que ello implica, una campaña electoral donde se vuelvan a presentar los mismos dirigentes con sus mismas propuestas de pactos; con sus inquebrantables vetos: "No es no. ¿Qué parte del no, no entienden ustedes?"; con sus tramposas líneas rojas; con los mismos personalismos y egos desbocados...

¿Realmente creen ustedes que merece la pena retornar a la casilla de salida para volver a comenzar el juego de las elecciones con las mismas fichas y cometiendo los mismos errores? A la pregunta de si nos merecemos la sociedad civil este castigo, cabría responder, rotunda y categóricamente, sí. Porque, visto lo visto, aquí la única que pierde es España. Parece como si todos fuéramos a lo nuestro, sin que importe demasiado el conjunto, el todo; en definitiva, el reino donde hemos nacido, vivido y, sobre todo, pagado impuestos. Nos tratan como a números, "cosas" sin personalidad; y, por consiguiente, sin derechos; a las que hay que explotar y exprimir para mantener a una clase política y a un Estado de las Autonomías inviables económica y políticamente hablando, y que se está comprobando, día a día, que están enfermos de corrupción.

El problema añadido a todo este desbarajuste político es que parte de ese hartazgo, cansancio, cabreo, impotencia, rabia, infortunio y desesperanza de una buena parte de la sociedad, terminó siendo canalizada por diferentes partidos que surgieron espontáneamente en la escena política española como "paños de lágrimas" y "salvadores de patrias" que, investidos de un "populismo inocente y agradecido" intentaron -y lo consiguieron-, aglutinar una buena parte de ese descontento.

La cuestión es que nunca un problema se resuelve con una solución que acarree más inconvenientes que remedios. Esto dicho en un plano de "andar por casa"; si lo trasladamos a la política, esto implica, nada más y nada menos, que nos prometen vivir mejor y felices, pero a cambio de cederles a ellos nuestra valiosa parcela de libertad. Porque ya se sabe que los populismos en general y más estos que nos quieren imponer, cuyos resultados en diversos países hispanoamericanos tan sólo han traído pobreza y hambre, además de cercenar los derechos y la libertad, solo persiguen la prominencia del papel del Estado como único defensor posible del estado del bienestar a través, eso sí, del estatismo y el intervencionismo más feroz.

Y para ello necesitan, evidentemente, alcanzar el poder. Todo el poder. Poniendo en práctica lo que mejor saben hacer: la propaganda, el victimismo y la confrontación. Hay varias cosas que los populistas no quiere ver ni en pintura: a España, a la que quieren ver troceada apoyando el derecho a decidir de los pueblos; la religión, evidentemente la católica, donde proponen la anulación del Concordato con la Santa Sede, la supresión de la casilla de la declaración de la Renta para la Iglesia o la despenalización de la ofensa a los sentimientos religiosos; el Ejército, donde la propia Comisión de Defensa del Congreso ha tenido que rechazar -por ahora-, una propuesta populista que declaraba a Canarias como territorio de «neutralidad permanente» y «zona de paz», además de exigir la retirada de todas las tropas y cuarteles militares, me imagino que, por razones prácticas, excluirían a la Unidad Militar de Emergencias (UME); y, cómo no, a la prensa libre, ya que el peligro está en que existan medios privados de comunicación, ya que la información es un derecho, un privilegio, y ha de estar, según ellos, vigilado y controlado por el Estado.

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