Ni el mismísimo emperador Constantino hubiera previsto su victoria, sin antes ver en el cielo dibujada la efigie de la cruz del martirio que le condujo al triunfo. Tampoco que imbuida en tal mensaje su madre, Santa Elena, ordenara una peregrinación para lograr el hallazgo de la auténtica cruz de Cristo, como así fue finalmente; si bien con las reliquias de la Vera Cruz repartidas por el mundo, hoy en día se podría conformar todo el arbolado de un tupido bosque.

Para bosque el que encontró el aventurero Fernández de Lugo cuando desembarcó con la intención de iniciar su campaña conquistadora bajo el patrocinio de los duques de Medina Sidonia y condes de Niebla, mecenas antecesores de los actuales grupos financieros y empresariales y su soterrado apoyo en las campañas electorales -otra forma de conquista físicamente menos lesiva, pero económicamente más productiva-. La diferencia gravita en la respuesta de un pueblo que ya está hastiado de tanta promesa repetida hasta la saciedad. Tanta que el mismísimo soberano, en calidad de Jefe del Estado, ha comenzado de nuevo su ronda de entrevistas con los partidos. Y como balance inicial de estas, ya hemos visto y oído los orgasmos verbales de Pedro Quevedo, muy en línea con el histrionismo prefabricado de su jefe Román, y con su querencia peninsular por los ciervos y los gamos bajo las encinas, en vez de cabras asilvestradas pendientes de una apañada. Todo sea para mantener la opción de la franquicia otorgada por el partido que los tutela, consiguiendo el debilitamiento nacionalista para continuar acudiendo en solitario a los escaños y a las entrevistas con el Rey, de igual modo que su colega de la isla de enfrente, que más escueta vislumbra una guerra abierta en la precampaña que se avecina, y en la que la única alternativa que queda es seguir el real consejo de reducir los gastos públicos en la inmediata campaña. Total, 140 millones de euros sólo suponen una limosna para Hacienda, que ya está salivando como el perro de Paulov ante el período tributario obligatorio.

Obviando esta presión, en la coincidencia con la fecha de nuestra integración en una Europa convulsa, revivimos las tradiciones de los mayos; punto intermedio de la primavera en el que la floración es más rotunda y coincide con la nominación de esta ciudad que nos acoge, capital absoluta del Archipiélago hasta la división de 1927. Un fraccionamiento que aún se mantiene en las secuelas de las rivalidades políticas, empresariales, artísticas o deportivas -estas últimas menos lesivas y más estimulantes para el pueblo-. Me vienen a la mente las imperativas disposiciones del gobernante en funciones, nominando al sustituto de Soria ante el rechazo de las islas capitalinas, que postulan a sus favoritos de siempre para hacer la política de siempre; mientras, para evadirnos de tanto hastío, nos sumergiremos en nuestras cruces florales, actividades artísticas, juegos tradicionales y, si me apuran, hasta con los gorgoritos de Maese Villarejo. Cualquier cosa será mejor que centrarnos en la cruz de la disolución de las cámaras legislativas, que coincide con el día mayor de nuestras fiestas y la apertura del plazo para el calvario de las nuevas elecciones, en las que, por cierto, los candidatos pretorianos se seguirán jugando a los dados la túnica de esta España, dividida a su pesar por tantas inconfesables ambiciones.

Prisioneros del calendario, como de nuestro ciclo vital, una vez más reviviremos un pasado que pudo ser mejor o peor, dependiendo del soldado de fortuna que hubiera pisado antes Añazo, o cualquiera de las playas de las otras islas.

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