El caso Rosell acabará trayendo cola: Pablo Iglesias ha demostrado una absoluta desvergüenza al defender la continuidad de Victoria Rosell como candidata de Podemos a las próximas elecciones, tras su abandono de la Diputación Permanente del Congreso. Iglesias alega su absoluta confianza en ella. Y se pasa su propio código ético por el arco de triunfo. Conste que yo comparto -y he defendido siempre- la idea de que la imputación de alguien no es motivo para separarle de las listas. Si un partido confía en la inocencia de uno de los suyos, sea alcalde, diputado o cantante de ópera, lo razonable es que le apoye: en eso debería consistir la política, porque así es también la vida. Si alguien agrede o acusa de algo a un familiar o a un amigo, lo razonable es que yo lo defienda con distintos grados e intensidades, hasta tener la certeza de que no debo hacerlo. La mera apreciación de una posibilidad de delito no debería ser sinónimo de convertirse en un apestado. Yo sigo creyendo que la presunción de inocencia es uno de los mecanismos esenciales de una sociedad sana. Pero la presunción de inocencia debe valer igual para Victoria Rosell, para el exalcalde de Arrecife, para Urdangarin y para los acusados de la Púnica. ¿La presunción de inocencia es un salvaconducto sin más caducidad que un fallo judicial? Para mí no. Íntimamente, desarrollamos mecanismos para reducir esa presunción de inocencia si tenemos indicios razonables de culpabilidad. Por eso siempre he creído que los partidos deberían defender lo que creen justo más allá de postureos y reglas generales. Y afrontar el juicio de los ciudadanos sobre sus decisiones. Lo otro es cainita, inhumano y perverso. No puede regularse la conciencia y la intuición de las personas.

Lo que no es de recibo es que Pablo Iglesias se monte un código ético en el que se esgrime la obligatoriedad para todos de dejar la política en caso de imputación, y cacaree por platos y asambleas que eso es lo único justo, lo único correcto y lo único posible para sacar a nuestra democracia del marasmo de putrefacción en la que anda instalada. Pero solo cuando las imputaciones afectan a los demás, claro. Cuando afectan a alguien de su propio partido, entonces Iglesias se saca de la manga su doble vara de medir -esa que usa para señalar periodistas, zanjar discusiones internas o tomar decisiones en el partido de los Círculos como si fuera una suerte de semidiós homérico e infalible-, y donde dije digo, digo Diego. Iglesias debe pensar que los ciudadanos de este país somos idiotas incapaces de detectar este doble juego suyo. Su adanismo y chulería comienzan a resultar insoportables: la vieja política, la casta, el sistema corrupto y la madre que lo parió, tienen que aplicarse las reglas que aseguran que todo el mundo es culpable mientras no se demuestre lo contrario, pero cuando de él y los suyos se trata, vale pulpo como animal de compañía. O sea, los míos sí están libres de sospecha, porque para eso son los míos.

En fin, ojalá esta nueva impostura del histrión podemita nos devuelva a la verdadera política, la que se hizo en este país cuando este muchacho tan pagado de sí mismo no había nacido aún, la que permitió tres décadas de partidos solventes y gobiernos democráticos, todos ellos con luces y sombras -como la realidad y la vida-, pero ocupados por defender sus ideas y compromisos y no solo por epatar en la tele, colar frases ingeniosas o brutales en las redes sociales y sumar muchos tuits. Si Iglesias sigue así, toda esa gran operación de regeneración que perseguía Podemos solo va a servir para que en este país no vuelva a gobernar la izquierda en veinte años.