En plena celebración de los días más señalados de mayo, he aprovechado el paréntesis festivo para realizar una ruta que tenía algo olvidada; quizás por mi querencia por los itinerarios del norte y el sur insular. Sin embargo, esta vez me desplacé hasta Las Teresitas a visionar el resultado de la escollera de protección del frente de San Andrés. Pero para contemplarla en toda su magnitud, ascendí por la carretera que conduce a Igueste e hice una parada en el mirador situado sobre Los Órganos. Un lugar con un enorme potencial pendiente, donde sobreviven algunas casuchas de una olvidada cantera, hoy presuntamente habitadas por okupas, que han decorado con graffitis las paredes desnudas del conjunto. Curiosamente, pese a la afluencia de transeúntes y un gran número de turistas, el lugar se encuentra ahora relativamente más limpio de escombros -ignoro si por celo municipal o de los propios hippies que allí residen-. Sea como fuere, el lugar es privilegiado para recrearse en el paisaje bajo los pies, que presumo atraería a muchos más viandantes si allí cuajara un proyecto para convertirlo en parada obligatoria en el itinerario hacia Igueste. Continuando este, en un lunes soleado y con una mar y viento relativamente calmos, me desvío por la bajada hacia Las Gaviotas, felizmente reparada y con ancho suficiente para el tránsito en doble sentido, imagino que para alivio de los propietarios de la comunidad Playa Chica y de los habituales bañistas de la zona. Curiosamente, pese a ser festivo, el aparcamiento establecido para los vehículos no está colmatado; por lo cual aprovecho para realizar un breve paseo hasta las dos pequeñas playas existentes, observando la desaparición del chiringuito allí establecido, y la desoladora invasión del rabo de gato en todas las curvas y parcelas del itinerario, que se han comido el 100% de la flora autóctona del terreno circundante. Aparte de su enérgica eliminación, sugiero la implantación de servicios higiénicos y duchas.

Retornando hacia el núcleo final del barrio iguestero, obviando el desvío de El Balayo, me sorprende la profusión de vehículos ocupando uno de los dos carriles de la carretera, ante la carencia de espacio físico. Un impedimento que se prolonga hasta el comienzo peatonal de la bajada a la playa, junto a la parada final de la guagua. Tras unos minutos para recrearme en el colorido de las casas y la fecundidad de los huertos y frutales existentes en los márgenes del barranco, no puedo evitar un vistazo nostálgico a mis lejanos pasos por la playa y los bajos del risco en donde culmina el semáforo de Anaga; edificación histórica que, supongo, está en proceso de restauración.

Para que el lector se haga idea de la diferencia del trayecto actual con décadas atrás -hoy muy mejorado gracias a la labor del Cabildo-, no he podido sustraerme y evocar una estancia de varios días en dicho lugar, sobre un destartalado jeep sobreviviente de la 2ª Guerra Mundial, mal de frenos y sin claxon, con un grupo familiar de pescadores aficionados, ignorantes del entonces peligroso trayecto y tras multitudinaria despedida vecinal al inicio de la épica aventura, de la que felizmente regresamos a salvo. Hoy, con las lógicas normativas de circulación esto sería impensable.

Concluyo reivindicando conservar a toda costa nuestro patrimonio natural; que no resulta repetitivo cuando vemos cómo la ignorancia voluntaria o desaprensiva, buscando el rédito fácil, ha introducido especies exóticas vegetales y animales nocivos para nuestro hábitat. Por estas acciones aún sobreviven especies salvajes de ungulados por nuestras zonas abruptas, mucho más dañinas que nuestros caprinos estabulados.

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