Nosotros nos hicimos en un tiempo delicado en el que casi todo lo que pasaba sucedía en secreto. En el Colegio Mayor San Fernando, por ejemplo, nos reuníamos los estudiantes progresistas (nos buscábamos, algo nos decía que nuestros gustos, nuestras posiciones políticas incipientes, se parecían) en habitaciones grandes, llenas de humo, a escuchar discos cubanos que nos daban en los barcos a los que íbamos a llevar medicinas y vituallas. Éramos del Che, claro, y de Neruda, y sobre ellos iban aquellas músicas de Carlos Puebla y de otros; éramos un reducto, dentro de aquel colegio mítico, al que poco a poco se adscribían colegiales de los que no teníamos mucha información, por lo cual se ponía en marcha la paranoia revolucionaria y nos dedicábamos a sospechar de personas que en realidad eran más buenas que el pan. Pero había de todo, claro, y algunos no eran tan buenos como el pan. A uno de nosotros, por ejemplo a mi mismo, por cierto, me persiguieron hasta dentro del colegio mayor por haber escrito un artículo en este mismo periódico sobre la entonces naciente costumbre de emborracharse en el campus. La cosa no fue a mayores porque un vecino de habitación, el inolvidable JJRR, me guardó dentro de su armario.

Pero otra vez, por razones similares, los mismos matones me buscaron y fue entonces Juan Pedro Castañeda, que también era vecino, el que me dio amparo, metiéndome también en su propio armario. Hasta que clareó el día. Juan Pedro era un hombre callado, esencial, ingenioso, serio, un estudiante sobresaliente que tenía la mesa llena de apuntes muy bien dimensionados; a veces hablaba lo justo pero sólo para preguntar. "Juan, ven acá, ¿qué pasó con tal cosa?" Sus preguntas eran las de un profesor incipiente, un lógico químico, un hombre de la ciencia al que un amago muy herreño, muy isleño, de melancolía, llevó pronto por la poesía, por la literatura oscura y a la vez plena de voluntad de buscar claridad, respuestas. Escribía muchísimo, pero en silencio; nunca (ni cuando ya fue conocido y apreciado, cuando escribía en la Liminar que contribuyó a fundar con Juan Manuel García Ramos y con Carlos A. Schwartz, entre otros) fue pagado de sí mismo ni de sus escrituras; conservó aquella actitud que lo hacía en el Colegio Mayor San Fernando (e imagino que en la facultad de Química, cerca de don Antonio González y de otro colegial extraordinario, Antonio Galindo) un foco de inteligencia y de sabiduría diciendo tres o cuatro palabras justas.

Lo admiré entonces y luego lo seguí admirando; a veces nos veíamos, en Bajamar, por ejemplo, pues por entonces los dos íbamos con frecuencia a ese sitio donde el aire habría que guardarlo en cofres como el oro. Seguía escribiendo poesía, sus libros narrativos eran poesía; en ese entonces ya había pasado por su vida el drama continuo que se nos pone en el camino, así que aquel rostro ensimismado que habíamos conocido en el Colegio Mayor ya era más definitivamente dolorido. Se había unido a ese reflejo del padecimiento un dolor físico que lo hacía sentarse, y sentirse, muy incómodo. Pero seguía siendo su verbo, su conversación, la de un audaz intelectual introspectivo, preocupado por su país, ajeno a la fanfarria, dedicado a hablar para escuchar; y seguía preguntando: "Oye, y ven acá, ¿qué pasó con tal cosa?".

Cuando hice mi primer viaje, como periodista, a El Hierro, me dijo que fuera a ver a su madre, doña Bonosa. Como su nombre, aquella mujer pequeña y enlutada era la expresión de esa alegría introspectiva de los isleños, algo tenía de ella Juan Pedro, algo tenía de su isla Juan Pedro Castañeda. En aquel lugar, creo que era Sabinosa, podías decir una palabra en silencio y tener un eco enorme en el lugar que la dijeras y más allá. Ahora estoy en Perugia, Italia, casualmente. Hasta aquí me llegó la noticia, que me dio Ana Hardisson, de que ya no está con nosotros Juan Pedro Castañeda. Hasta aquí, y más allá, me llega el eco de este amigo esencial, imprescindible entonces, añorado desde entonces.