Un día te despiertas con el escándalo que afecta a una jueza que juzga a un empresario que al parecer ha pagado una pasta al marido periodista de la magistrada. Vuelan los cuchillos. Y las acusaciones de presuntos intereses que pervierten el proceso de la Justicia. El horizonte mediático se convierte en una ciénaga donde la jueza acusa a la Fiscalía, los fiscales a la jueza, los jueces a otros jueces y la gente, como siempre, a todo el mundo. Y cuando apenas pasan unos meses, te vuelves a despertar con una grabación realizada por el empresario ante otro juez en la que este le propone lo que tiene que decir para llevarse por delante a la jueza a cambio de salir bien librado del pufo judicial que tiene encima.

De todos los rincones en donde puede anidar la corrupción, el descrédito y la chapuza, el último es la Justicia. Un lugar del Estado en donde los funcionarios públicos tienen el poder absoluto sobre la vida y la libertad de las personas. No estamos ante un escándalo. Estamos ante el fin de una sociedad a la que le falla uno de sus pilares fundamentales. El asunto ya no es si Victoria Rosell hizo o dejó de hacer, sino una grabación que exhibe las miserias del mundo de los jueces. La conspiración entre un encausado que trata privadamente con su juzgador el justiprecio necesario para que se solucionen sus problemas.

Hace ya tiempo que unas pocas voces venían denunciando la contaminación política de los tribunales. Denuncias contra políticos cuya tramitación, aireada en los medios, se usaban como elemento extintivo de su prestigio y su carrera. Casos donde el dictamen jurídico de funcionarios de carrera, secretarios o interventores municipales, eran despreciados como prevaricadores o irrelevantes. Incomprensibles causas administrativas llevadas sin ton ni son al terreno penal. Jueces que usaban la puerta giratoria para irse a cargos públicos y regresar después a los tribunales para juzgar habiendo perdido irreparablemente la apariencia de imparcialidad. Todo esto cristaliza en la ominosa conversación con el juez Alba que el empresario Miguel Ángel Ramírez ha hecho pública. Es en esa grabación -cuya autenticidad parece solvente- donde se atisba el tenebroso pozo sin fondo de la injusticia española.

Miguel Ángel Ramírez hizo unas declaraciones claramente inculpatorias contra la pareja de Rosell y, por lo tanto, contra la jueza. Ahora sabemos que las hizo después de la amigable charla con el juez del que dependía su trasero. Pero en vista de que le cambiaron el juez sin que se le hubiese arreglado el asunto, y que la nueva jueza es cercana a Rosell, ha decidido cambiar de caballo a mitad de la carrera. La revelación de la conversación no persigue solo el escándalo por el escándalo -que de por sí es escandaloso-, sino arrojar estiércol sobre el proceso de forma tal que entre tanta mierda solo sea posible la nulidad.

A quienes no hayan tenido la suerte de grabar conversaciones con magistrados les queda la melancolía de pensar que sus destinos, sus vidas y su libertad dependen de esta putrefacta Justicia. Que dios les coja confesados.