Este viernes tuve la oportunidad de evocar en el Instituto Pérez Minik de Gracia, en la frontera entre La Laguna y La Cuesta, la figura de mi maestro, el intelectual isleño que le da nombre a ese centro que ya tiene un cuarto de siglo, casi tanto como lo que hace que don Domingo nos dejó.

Ese hombre fue todo un personaje, fue una luz en la isla. Cuando los estudiantes y los profesores, así como el personal de servicios, fueron desgranando una a una las palabras que definirían ese instituto de nombre tan exigente, pensé en esa expresión, "una luz en la isla".

Algunas palabras con las que definieron al instituto hubieran valido también para definir a Pérez Minik. Exigente, abierto, cosmopolita, divertido, actual... Don Domingo fue todo eso, y mucho más; fue un hombre respetuoso con los otros, no guardó rencor, aunque marcó las distancias con aquellos que, en el ejercicio del poder derivado del triunfo en la guerra civil, abusaron de su influencia para difamar, perseguir y mandar a asesinar a sus oponentes.

Fue un autodidacta que rebuscó en las librerías ciencia para alimentar su pasión de conocimiento, de discusión con la cultura, la política y la historia. Fue un hombre serio, un amigo leal que nos guió a muchos en la consolidación de valores democráticos que provenían de su educación republicana.

Fue muy emocionante, por tanto, verlo asociado a un centro en el que los chicos, como dijo Isaac, uno de los alumnos, buscan caminos por los que han de transitar. Cuando los escuché tuve en la mente aquella expresión, "una luz en la isla". No se me olvida cuando la escuché. Fue hace algunos años, cuando Miguel G. Morales y yo mismo estábamos haciendo el documental sobre don Domingo, titulado así precisamente, "Una luz en la isla". Fuimos a grabar una conversación con Nùria Espert, la gran actriz, que actuaba en el Teatro Guimerá. Sentada en un sillón rojo, delicada y atenta como es desde que era una adolescente apasionada por aprender y por actuar, esta amiga muy querida de Pérez Minik nos dijo ante la cámara su definición del maestro: "Es una luz en la isla".

Lo fue; lo fue para Nùria también, y lo fue para nuestra generación. Merece un monumento o, algo aún mejor, nuestra gratitud y nuestro recuerdo; merece que su legado sea más público y más exhibido y honrado; no merece, desde luego, esta cicatería a la que somos tan aficionados los isleños, preocupados más por el día de hoy que por el día de siempre.

Para Nùria fue esa luz, digo. Cuando ella era aún una muchacha de veinte años y venía a actuar en la isla, en ese Teatro Guimerá donde nos dio aquella definición, su casa era la de don Domingo y de su esposa, Rosita, cuya historia de amor daría con Pérez Minik para un poema o para una novela, o para una película sobre la lealtad y la valentía. En esa casa, Nùria y su marido, el inolvidable Armando Moreno, celebraban los estrenos, discutían de lo divino y de lo humano, tomaban whisky con agua de seltz y se reían con las ocurrencias inteligentes de aquel hombre que provenía del Siglo de las Luces y que era asimismo una luz en la isla.

Ahora que la gran Nùria Espert ha sido coronada con el premio Princesa de Asturias por su extraordinaria carrera en todos los lados de la escena, me acordé muchísimo del intelectual que nos guió por la senda del respeto al arte, a la cultura, a la política, a la enseñanza, al respeto por los otros aunque estuvieran en clara confrontación con sus posiciones o con sus ideas. Era un hombre emocionante, como emocionante fue el recuerdo los alumnos y los profesores y todo el personal del Instituto Domingo Pérez Minik le dieron al hombre bajo cuyo nombre enseñan o aprenden.

Una luz en la isla, sí, eso fue, Nùria tiene razón. Que no se apague esa luz que tan bien se llevó con la luz de Nùria.