Mariano Rajoy ha manifestado su preocupación ante la posibilidad de que el PSOE pase a ser la tercera fuerza política del país. Hoy parece que ese es -para el PP- el principal problema político de España, que el PSOE ceda su puesto como principal partido de la oposición a Podemos. Pero si esa es la gran preocupación de Rajoy, uno se pregunta por qué entonces su partido está empeñado en seguirle el juego a Podemos y convertir estas elecciones en una competición entre el PP en el poder y Podemos, al que se presenta como supuesto aglutinador de un nuevo frentepopulismo. Un Frente Popular emergente, en el que Asier Antona, por ejemplo, no solo ha metido al PSOE, sino incluso a Albert Rivera.

Y es que en el PP han descubierto que su mejor baza para recuperar peso electoral pasa por ocupar en exclusiva el espacio político de centro y colocar a todo lo que no sea el PP en el ámbito de la izquierda. Lo de menos es falsear lo evidente, desplazando a Ciudadanos del centro político, y al PSOE del centro izquierda, para captar los votos alarmados de una ciudadanía cada día más preocupada por el futuro. Al hacerlo, el PP juega al discurso del miedo, que es el mismo discurso que juega hoy el populismo en toda Europa. Pero aquí no tenemos miedo a que los refugiados (que nos quedan un poco lejos) destruyan la ya destruida economía del país, ni a que la islamización imponga pautas inaceptables. Todo lo contrario: es un Gobierno conservador quien plantea dar clases de religión a los niños musulmanes en los colegios, sin que nadie levante la más mínima voz en contra... porque somos un país moderado.

Pero al PP lo que le conviene electoralmente es presentar a los electores un país partido por la mitad, dividido entre quienes representan la moderación -ellos- y quienes defienden el radicalismo -todos los demás-. Es una presentación falsa, y que siendo buena para que el PP mejore sus resultados, no lo es para la nación, sino todo lo contrario: nos lleva en la práctica a la desaparición del centro político y a una radicalización creciente del cuerpo electoral, esa entelequia que es la suma de millones de individualidades, y a la que estrategas, analistas, politólogos y demóscopos interpretan como si fuera un ente colectivo. Al final, lo que va a ocurrir es que más ciudadanos individuales van a verse condicionados por el discurso de las dos Españas posibles, la del orden constitucional (en la que el PP quiere reinar en exclusiva) y la de los asirocados, en la que están todos los demás, juntos y bien revueltos como en el camarote de los Marx.

Alguna vez me han preguntado por qué en España no ha prosperado un populismo de derechas como el que -con distinta intensidad- existe hoy en la práctica totalidad de los países occidentales. En realidad, no es necesario: el PP ocupa el espacio del populismo, y el del orden constitucional, según esté en campaña o esté gobernando. Por eso no hay nada a la derecha del PP en España, porque lo que está a la derecha del discurso del PP también vota PP, y después de las elecciones se desactiva.

Para España es un drama que desaparezcan las opciones de centro y centroizquierda. Es un drama que el PP apueste por fomentar el frentepopulismo, porque sabe que con ese espantajo se ganan elecciones. Y es un drama que los dos grandes partidos constitucionales carezcan de la más mínima lealtad entre ellos. Porque es indudable que el PP crispa y divide a la nación al situar al PSOE en la izquierda radical. Pero también es una forma de cobrarse la ocurrencia de Pedro Sánchez de meter a Rajoy en la ultraderecha y negar cualquier posibilidad de acuerdo o entendimiento con él.