Es imposible, dijo el orgullo.

Es arriesgado, dijo la experiencia.

No tiene sentido, dijo la razón.

Inténtalo, susurró el corazón

Hacerlo puede parecer simple. Plantea una pregunta y recibirás una respuesta. Sencillo, ¿verdad? Pues no parece serlo tanto. En ocasiones, se nos hace un mundo y, directamente, asumimos. O lo que es lo mismo: nos inventamos una respuesta que nos conviene o no, pero que se ajusta perfectamente a nuestras expectativas. De esta forma, evitamos salirnos de nuestra zona de confort y -nos decimos- no nos llevamos sorpresas.

Sin embargo, no preguntar tiene infinitas consecuencias negativas que dependen del tipo de duda o de la situación que estemos cuestionando. Asumir es elevar nuestras expectativas a jucios y convertirlas en hechos. Sin el menor fundamento. Algo que puede ser enormemente dañino para nosotros y quienes nos rodean. Puede terminar nuestras relaciones, entorpecer enormemente nuestra comunicación e impedir nuestro conocimiento.

Entonces, ¿por qué no preguntamos? La contestación no suele variar mucho. Y va desde la vergüenza a mostrar nuestra ignorancia, el temor a que no nos respondan, hasta nuestra propia vanidad, que nos hace pensar que ya conocemos la respuesta. En el fondo, todos los mecanismos defensivos que contribuyen a estrechar cada vez más nuestro mundo y nos alejan de la necesaria curiosidad, que nos hace evolucionar como seres humanos entre seres humanos.

Sí, porque asumir tiene el enorme riesgo de juzgar aquello que no conocemos. Y lo hacemos basándonos en nuestro absoluto desconocimiento o, lo que es peor, en lo que otros, que tampoco preguntan, manifiestan. Así, no preguntar, se asocia íntimamente con la falta de respeto y tolerancia, puede minar nuestra convivencia e interferir profundamente en nuestro día a día. Estrechándolo cada vez más.

Por supuesto, preguntar está sujeto a las más elementales leyes de la educación y el respeto, en las cuales la intimidad, la conveniencia del lugar o situación o, simplemente, la persona determinarán la pertinencia de nuestra curiosidad. Estamos hablando de preguntas, no de cotilleo.

Preguntar, en lugar de suponer, tiene muchos beneficios. Entre otros:

Una conexión más estrecha. Buscamos relaciones más significativas y hacerlo favorece nuestra capacidad de empatía con quienes nos rodean e importan. Conocer a los demás nos hace más humanos, conscientes y compasivos.

Entender. Queremos que nos entiendan. Pero muchas veces no nos explicamos. Preguntar facilita la comprensión mutua y allana el camino para establecer unas mejores relaciones.

Comunicar y escuchar. ¿En cuántas ocasiones vemos cómo las preguntas no son contestadas? Nuestra capacidad de comunicación en este mundo supuestamente hiperconectado es cada vez peor. Un ejercicio de escucha activa es esencial para que nuestras preguntas sean tomadas en serio. Y nosotros.

Aceptación de los retos vitales. Los conflctos, decepciones, heridas o los sentimientos desagradables, como la culpa o la vergüenza, son parte de nuestro camino como personas. Preguntar, en lugar de asumir, contribuye sobremanera al entendimiento y aceptación, mejorando y propiciando relaciones saludables.

A pesar de su sencillez, preguntar resulta en ocasiones muy duro, porque la respuesta puede no ser la deseada. Pero preguntar es esencial para una vida sana y feliz.