Las personas corrientes son los verdaderos protagonistas de los avances profundos en la sociedad y, también, de sus retrocesos, porque la historia no está escrita. Pero esas personas que trabajan bien, que construyen hogares y se sacrifican por sus hijos, suelen ser los héroes que portan las antorchas que iluminan su progreso; y los que las vuelven a encender para salir de los tiempos oscuros que, a temporadas -hoy-, intentan dejar sin luz y calor a la sociedad.

De ellas hablaba Miguel de Unamuno en su libro En torno al casticismo, de 1905: "Los periódicos nada dicen de la vida silenciosa de millones de hombres sin historia que a todas horas del día y en todos los países del globo se levantan a una orden del sol y van a sus campos a proseguir la oscura y silenciosa labor cotidiana y eterna, esa labor que, como las madréporas suboceánicas, echa las bases sobre las que se alzan los islotes de la Historia. Sobre el silencio augusto, decía, se apoya y vive el sonido, sobre la inmensa humanidad silenciosa se levantan los que meten bulla en la Historia. Esa vida intrahistórica, silenciosa y continua como el fondo del mismo mar, es la sustancia del progreso, la verdadera tradición, la tradición eterna".

Pero todo eso nace, no se olvide, del fondo espiritual, místico, de la humanidad sencilla y heroica, a pesar de que lo nieguen -y lo intenten acallar por mil medios- algunos de los que sí salen en los periódicos. Christian Bobin lo expone con su estilo metafórico: "Los místicos me encantan cuando viven de amor y agua pura, no cuando piensan (...). Cuando andamos enamorados, estamos ebrios".

"Hoy el hombre no se siente un pecador, se cree un engranaje, lo que es trágicamente peor. Y esta profanación puede ser únicamente sanada con la mirada que cada uno dirige a los demás, no para evaluar los méritos de su realización personal ni analizar cualquiera de sus actos. Es un abrazo el que nos puede dar el gozo de pertenecer a una obra grande que a todos incluya". Lo escribe Ernesto Sabato, pero al leerlo oímos, acaso, a la voz de la sabiduría.

Por eso, en este tiempo de tanta desmoralización ante la generalización de conductas corruptas me parece necesario alentar, aplaudir, la labor honrada del ser humano corriente: "El mundo nada puede contra un hombre que canta en la miseria", nos dice de nuevo Sabato.

¡Cuánta grandeza encierra toda vida por minúscula que parezca a quien todo lo quiere contabilizar como si fuéramos cosas! Porque su valor no dependerá de lo que poseamos materialmente, sino de las tenencias interiores: un amor apasionado por la humanidad -o mejor, por cada uno, por todas las personas, pero una a una-, un compromiso absoluto e insobornable por lo que nos parece justo y un sentido de responsabilidad fuerte que conduce a mirar la tierra como hogar propio.

La gran tentación -en la que se esconde no poca cobardía- es la apatía y el desencanto del ciudadano corriente, que se transforma en cínico, criticón y desmotivado. Por el contrario, amar el mundo que vivimos y responsabilizarse de su mejoría moral es el reto valiente que llena la vida de los justos. Porque los que saben amar buscan y encuentran, sin desalientos, soluciones de justicia.

A ellos se refirió Jorge Luis Borges en su maravilloso poema "Los Justos": "Un hombre que cultiva su jardín, como quería Voltaire. / El que agradece que en la tierra haya música. / Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez. / El ceramista que premedita un color y una forma. / El que acaricia un animal dormido. / El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho. / El que prefiere que los otros tengan razón. / Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo".

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